miércoles, 19 de junio de 2013

La Providencia

Venía de vuelta de un trabajo cerca del paraje “El Lenguaraz”. En el camino hay un boliche viejo. Ya cerrado hace años. Se llama La Providencia, y en su época fue una de las postas de carretas entre Tandil y Lobería.
Tenía tiempo, así que paré un rato a tomar unos mates porque es un lugar que siempre me gustó mucho. Está en un cruce de calles y ocupa alrededor de una hectárea. Con un gran monte de eucaliptus que lo abriga, sus gruesas paredes amarillentas todavía fuertes, las ventanas enrejadas y el cartel desvanecido donde se adivina el nombre.
Junté unas ramas secas y prendí el fueguito al lado de la puerta principal del boliche. Bajé la caja negra de medicamentos  para sentarme y mientras se calentaba el agua en la tiznada, me hice una recorrida por el patio interior donde cuentan que dejaban las carretas, mientras los conductores cargaban cosas y se tomaban unas copas.
Con sorpresa encontré una de las puertas entreabierta. Me asomé con cuidado ya que nunca había podido espiar dentro del edificio y no sabía lo que podía aparecer.
Entonces vi lo que vi. Un largo mostrador enrejado. Detrás una estantería muy vieja, cargada de botellas de caña fuerte y ginebra, el bolichero ocupado en desarmar una caja de madera y un parroquiano de gesto fiero, acodado en el mostrador.
El despachante se dio vuelta cuando me oyó llegar y me miró sin hablar. Me acordé de algunos cuentos y me animé a decirle:
-¡Buen día! ¿Usted es Florencio Gonzalez?-
El tipo se sorprendió primero y a su vez contestó:
-¡Si señor! ¿Y usté quién es?-
-¡Yo soy Spinelli! Un veterinario de San Manuel-
-¿Veterinario? ¿Y eso que es?- Dijo el hombre  –¿Usté me está macaneando?-
El parroquiano había estado callado hasta entonces y se metió en la charla con tono amenazante.
-¡Vea forastero! Se ve que usté anda medio estraviado ¿Por qué no sigue viaje y se deja de joder?-
-¿Y usted como se llama?- Pregunté sin achicarme.
-¡Yo soy Rodrigo Alvarado!-
De pronto se me hizo la luz. Recordé la historia completa y cómo este mismo Alvarado había asesinado al bolichero solo para llevarse algunas bebidas. Quise ayudar.
-¡Escuchemé Gonzalez! ¿No quiere acompañarme hasta afuera que tengo algo que mostrarle?-
El hombre hizo un gesto de fastidio, y sin embargo, dio algunos pasos como para salir al patio. Justo en ese momento, Alvarado sacó un enorme puñal y se lo enterró en la panza, atravesándolo de lado a lado. Gonzalez abrió muy grandes los ojos y cayó al suelo despacio, envuelto en sangre. Alvarado, limpió su cuchillo con un trapo. Agarró dos botellas de ginebra y caminó hacia la puerta sin apuro. Pasó a través mío sin detenerse y se fue.
Todavía sorprendido, di la vuelta al boliche, apagué el fuego, cargué el equipo de mate y seguí viaje para la veterinaria.



    

sábado, 15 de junio de 2013

Una broma

En general, dejamos la cirugía en pequeños, para los días de lluvia o cuando no se puede salir al campo por alguna otra razón.
Ese día decidimos castrar dos perras. La del chico que abrió un taller hace poco en el pueblo, y la de la gente del almacén. Como a las nueve de la mañana pasamos a buscarlas. Cargamos la primera, y cuando fuimos al mercado por la otra, nos dijeron si podíamos sacarla de la casa, que el portón del patio estaba abierto y que la agarráramos nomás. Una vez que estuvieron bien dormidas, las operamos sin contratiempos y mientras estábamos terminando de limpiar todo, a Juan se le ocurrió hacer una broma:
-¡Buena idea!- Le dije.
Pusimos las dos perras, aún dormidas, en la caja de la camioneta y nos fuimos hasta el almacén de los Alvarez. Paramos frente a una puerta lateral del mercado, pero bajamos la mascota del chico del taller y la dejamos acostada en la vereda. En cuanto entramos al negocio, que estaba lleno de gente, me gritaron desde atrás del mostrador:
-¿Y Jorge? ¿Cómo te fue?-
-¡Bárbaro! ¡Ahí la tengo! ¿Me abrís la puerta del costado así la entramos?-
-¡Sí! ¡Ya voy!- Dijo Andrea.
Y allá se fueron los dueños a recibir la operada, se sumo la suegra, y por la puerta del negocio salieron varios vecinos curiosos a chusmear un poco.
Nosotros nos quedamos bien serios, esperando con Juan, paraditos al lado de la perra equivocada.
En cuanto se asomaron y la vieron, ninguno habló. Me miraron. No entendían bien que pasaba hasta que Mauricio me dijo:
-¡Pero esta no es mi perra!-
Yo me reí, simulando que era él, el que me estaba haciendo un chiste, y le dije:
-¡Dale Mauricio! ¿Dónde querés que la dejemos?-
Ahí sí, las mujeres, y algunos conocedores del animal, empezaron a atropellarse para tratar de convencerme de que esa no era la perra de ellos, y yo insistiendo que la habíamos sacado del patio de su casa, y que  a ellos se la tenía que dejar.
Así estuvimos un rato. Juan y yo sin poder aguantar la risa, hasta que de pronto, la suegra descubrió el asunto cuando vio que su animalito reposaba tranquilamente en la caja de la camioneta.

Terminamos a las risas y desde hace días que la broma es el comentario en el almacén.

jueves, 6 de junio de 2013

Benítez está curtido

Hay gente que no sigue los caprichos de la moda.
A los que nos gusta el deporte, vemos que los varones que salen a correr, usan una especie de uniforme. Zapatillas descomunales, a veces con colores fluo que no se sabe si son para andar sin peligro por calles oscuras, o solo para llamar la atención, pantaloncitos cortos de marcas famosas, o a veces las modernas calzas, que a los tipos les arman un bulto considerable parecido a un nido de avutarda, remeras “inteligentes” que absorben el sudor, transformándolo en untura para el cuerpo, buzos con diseños escalofriantes y gorras visera y anteojos negros para completar el atuendo. Y la moda impone también algunos aditamentos tecnológicos. Es cosa necesaria tener metidos un par de audífonos en las orejas para que la música acompañe el esfuerzo del atleta, y un gran aparato en la muñeca que registrará las pulsaciones, distancia recorrida, velocidad del corredor, cantidad de pasos y movimientos respiratorios, personas conocidas vistas en el circuito, mujeres apetecibles que corren en ambos sentidos y mil cosas más, que luego se descargarán en algún programa de la PC.
En el pueblo la cosa es más simple.
Antonio Benítez es mecánico y tornero. Hace unos meses decidió hacer algo de ejercicio y se anotó en un grupo de cincuentones, que dos veces por semana hacen algo de deporte con el profe Miguel.
El primer día llegó puntual al gimnasio. Vestido con pantalón y camisa Grafa y un par de mocasines viejos. La misma ropa que usa en el taller. En cuanto empezaron con el calentamiento, sintió que los pies se le incendiaban metidos en aquellos cueros, así que se fue a un costado del local y se los sacó. Miguel lo miró y le preguntó si tenía algunas zapatillas para ponerse, pero Benítez, hombre curtido, le contestó que él estaba acostumbrado a andar en patas. Ese día la clase duró dos horas. Primero dieron varias vueltas al trote por la plaza, después volvieron al gimnasio y jugaron algo de básquet para terminar con un partido de vóley a tres sets ¡Y Benítez en patas! Serio. Concentrado. Cuentan que cuando terminó estaba todo transpirado y que parecía que algo rengueaba. Pero no dijo nada.
Al día siguiente, la mujer contó en el almacén que Antonio estaba en cama. Que no se podía parar porque tenía toda la planta de los pies en carne viva y que ya lo iba a agarrar al profe para retarlo. Estaba muy enojada porque Benítez se iba a perder varios días de trabajo justo en plena cosecha.

Un mes después el atleta volvió al gimnasio luciendo unas lindas zapatillas Topper y el equipo Grafa bien lavadito y planchado. 

Lo que se viene

  Me pasa muy seguido de querer ponerme a escribir notas, artículos técnicos o relatos, tal como hago desde hace muchos años, y encontrarme ...