Venía
de vuelta de un trabajo cerca del paraje “El Lenguaraz”. En el camino hay un
boliche viejo. Ya cerrado hace años. Se llama La Providencia, y en su época fue
una de las postas de carretas entre Tandil y Lobería.
Tenía
tiempo, así que paré un rato a tomar unos mates porque es un lugar que siempre
me gustó mucho. Está en un cruce de calles y ocupa alrededor de una hectárea.
Con un gran monte de eucaliptus que lo abriga, sus gruesas paredes amarillentas
todavía fuertes, las ventanas enrejadas y el cartel desvanecido donde se
adivina el nombre.
Junté
unas ramas secas y prendí el fueguito al lado de la puerta principal del
boliche. Bajé la caja negra de medicamentos
para sentarme y mientras se calentaba el agua en la tiznada, me hice una
recorrida por el patio interior donde cuentan que dejaban las carretas,
mientras los conductores cargaban cosas y se tomaban unas copas.
Con
sorpresa encontré una de las puertas entreabierta. Me asomé con cuidado ya que
nunca había podido espiar dentro del edificio y no sabía lo que podía aparecer.
Entonces
vi lo que vi. Un largo mostrador enrejado. Detrás una estantería muy vieja,
cargada de botellas de caña fuerte y ginebra, el bolichero ocupado en desarmar
una caja de madera y un parroquiano de gesto fiero, acodado en el mostrador.
El
despachante se dio vuelta cuando me oyó llegar y me miró sin hablar. Me acordé
de algunos cuentos y me animé a decirle:
-¡Buen
día! ¿Usted es Florencio Gonzalez?-
El
tipo se sorprendió primero y a su vez contestó:
-¡Si
señor! ¿Y usté quién es?-
-¡Yo
soy Spinelli! Un veterinario de San Manuel-
-¿Veterinario?
¿Y eso que es?- Dijo el hombre –¿Usté me
está macaneando?-
El
parroquiano había estado callado hasta entonces y se metió en la charla con
tono amenazante.
-¡Vea
forastero! Se ve que usté anda medio estraviado ¿Por qué no sigue viaje y se
deja de joder?-
-¿Y
usted como se llama?- Pregunté sin achicarme.
-¡Yo
soy Rodrigo Alvarado!-
De
pronto se me hizo la luz. Recordé la historia completa y cómo este mismo
Alvarado había asesinado al bolichero solo para llevarse algunas bebidas. Quise
ayudar.
-¡Escuchemé
Gonzalez! ¿No quiere acompañarme hasta afuera que tengo algo que mostrarle?-
El
hombre hizo un gesto de fastidio, y sin embargo, dio algunos pasos como para
salir al patio. Justo en ese momento, Alvarado sacó un enorme puñal y se lo
enterró en la panza, atravesándolo de lado a lado. Gonzalez abrió muy grandes
los ojos y cayó al suelo despacio, envuelto en sangre. Alvarado, limpió su
cuchillo con un trapo. Agarró dos botellas de ginebra y caminó hacia la puerta
sin apuro. Pasó a través mío sin detenerse y se fue.
Todavía
sorprendido, di la vuelta al boliche, apagué el fuego, cargué el equipo de mate
y seguí viaje para la veterinaria.