martes, 18 de junio de 2019

Un hombre leal


La semana pasada murió Carlos Báez. Lo encontraron caído en la cocina del rancho donde pasó sus últimos 30 años. Medio comido por los peludos. Sobre todo los dedos y parte de la cara.
Lo conocí apenas llegue a San Manuel. Siempre me pareció un hombre cabal. Serio pero juguetón, trabajador incansable, inmune al frío o al calor, contento con las poquitas cosas que tenía, y rodeado por perros de todos los colores.
Nadie supo nunca sobre su pasado. Si tenía mujer, hijos o parientes, ni de donde había venido.
Llegó un día a la estancia y dijo que si le daban un lugar para dormir, el haría cualquier trabajo que le pidieran. Y cumplió. Tanto, que al año de estar allí, el patrón le asignó un sueldo y un trabajo fijo.
Carlos le retribuyó con una lealtad inquebrantable. Tal vez por eso se atrevió con los cuatro ladrones que entraron un sábado a la noche en la estancia, hace casi dos años, creyendo que no había nadie. Los tipos se acercaron al chalet en una vieja camioneta, y cuando estaban tratando de forzar la puerta con una barreta, Carlos les pegó el grito desde atrás de un árbol. El pobre estaba armado con una escopeta calibre 28 de un solo tiro, así que cuando los cuatro asaltantes se desparramaron corriendo para todos lados, Carlos solo alcanzó a tirar una vez al que estaba más cerca. Es sabido que una escopeta, sobre todo con cartuchos con munición chica, no hace mucho daño más allá de los veinte metros, así que de nada sirvió ese tiro. Uno de los ladrones se acercó a Carlos por detrás y le tiró tres balazos con un revolver, dejándolo por muerto.
Todo el revuelo hizo que los tipos se escaparan sin robar nada, tal vez temiendo que hubiera más gente en el campo. Increíblemente Carlos se salvó. Lo encontró el patrón cerca de la una de la mañana, cuando volvió del pueblo, y lo llevó de urgencia al hospital de Lobería.
Se salvó, pero su salud quedo quebrantada. Se fue apagando despacito como una vela, hasta que se entregó.
Ya debe estar pidiendo cualquier trabajo en los campos del cielo.  

miércoles, 12 de junio de 2019

El misterio de Nemesio


Nemesio llegó a la zona en los años 80. Nadie supo de donde, ni que cosas escondía ese hombrón enorme y peludo. Se lo vio rondar el pueblo varios días, hasta que se estableció en el faldeo de una sierra en el campo de los Saez. Allí construyo lo que él llamaba “el nido”. Tendió varios pedazos de plástico fuerte de silo-bolsa entre las plantas de curro, para resguardo de la lluvia, el frío y la humedad. Por dentro hizo un enorme colchón de paja y pasto, donde fue acomodando sus cositas. Cocinaba en un rincón y hacía sus necesidades un poco más lejos.
Al principio no molestaba. Comía los animales que podía cazar. Perdices, cuises, nutrias, algún pichón de liebre, peludos y mulitas caían en las trampas y astucias que utilizaba. Además, el encargado del campo, con el que charlaban cuando el hombre salía a recorrer, le regaló unas cuantas semillas de verdura, así que pronto Nemesio tuvo una pequeña huerta, que regaba con agua que acarreaba en una lata desde el arroyo que tenía cerca.
La cosa se complicó cuando comenzó a mechar su dieta con algún cordero que cazaba en las noches de luna. El encargado se dio cuenta enseguida del cambio de hábitos, pero lo dejo pasar. No era mucho el daño. Pero un día, vio una camioneta parada junto al alambrado del fondo y a Nemesio que cargaba dos animales carneados en la caja.
Al tiempo, faltó un ternero gordo. Y después otro. El asunto tomaba mal color, pero el desenlace vino cuando una mañana, el encargado volvió a su casa, y se topó de frente con Nemesio que salía cargado con una bolsa.
-¿Qué llevás ahí Nemesio?-
-¡Yerba, azúcar, galleta y los tres atados de cigarros que estaban sobre la mesa!- Contestó el otro tranquilamente.
-¡Deja todo donde lo encontraste y mandate a mudar!- Bramó el encargado y se envolvió la azotera del rebenque en el puño como para arrancar a los palos.
-¡Nó! ¡Me lo llevo nomás!- Dijo Nemesio y sacó un enorme cuchillo de la cintura.
La pelea fue brava. Nemesio tiraba puntazos y el encargado trataba de embocarlo con el cabo del rebenque. Se medían, se esquivaban, se apuntaban, pero ninguno alcanzaba a lastimar al otro, hasta que entre tantas vueltas, Nemesio retrocedió para dejarlo venir al encargado y se le enganchó el talón en una rama. En cuanto perdió pie, el otro se largó a fondo y le pegó un tremendo garrotazo entre los ojos.
Y ahí nomás murió Nemesio. Sin un solo ruido. Tranquilo. Llevándose con él toda su historia.
El encargado le ató el lazo en un tobillo y lo llevó a la rastra hasta su nido. Los bichos del campo se lo fueron comiendo hasta dejar el esqueleto limpito, escondido entre las plantas y yuyos de la sierra. Nadie notó que faltaba.


Lo que se viene

  Me pasa muy seguido de querer ponerme a escribir notas, artículos técnicos o relatos, tal como hago desde hace muchos años, y encontrarme ...