Hace unos treinta años, vivía en una casita humilde
“al otro lado de las vías” en San Manuel, un tal Juan Almirón. Hombre curtido
en los trabajos más duros del campo. Supo andar sacando papas, alambrando,
arreglando molinos o esquilando a tijera. Cuando sintió que la cortadora de
ilusiones estaba cerca, llamó a su lado a sus hijos Mario y Alberto, y con el
último hilo de voz, les hizo varias recomendaciones de vida, y les indicó un
lugar, al pie de la sierra de la piedra misteriosa, donde había escondido algunas
cosas que les iban a servir. Al rato nomás se despidió tranquilamente y se
murió.
Terminados los rituales del velorio y el entierro,
Mario y Alberto se fueron a buscar aquello prometido. Después de una mañana de
rastrear el lugar y revolver los pajonales, por fin se toparon con una bolsa de
arpillera metida entre unas piedras, en una especie de pequeña cueva natural
cubierta con curros espinosos. Dentro de la bolsa había una primorosa y antigua
caja.
La sorpresa fue tremenda cuando al abrir la caja, la
encontraron llena de joyas de oro y pedrerías de valor incalculable. Había
también algunas viejas fotografías con gente desconocida y una carta doblada
cuidadosamente. Al abrirla cayó otro papel más chiquito.
Leyeron con sorpresa creciente en la primera carta:
Querido Juan:
Tenés
que saber que si por mí hubiera sido, vos hubieras crecido con nosotros en la
Estancia. Pero Don Marcelo Figueiras decidió casarse conmigo, a pesar de ser
madre soltera y una pobre sirvienta, a cambio de que vos desaparecieras. Por
eso te mande, con solo dos añitos, a la casa de tu tío Ramón en San Manuel. El
me prometió criarte y cuidarte hasta que fueras mayor. Creo que cumplió porque
saliste derecho y trabajador.
Pero
mi vida con este hombre fue un infierno. Mujeriego, tomador empedernido y muy
violento, me trató como a un perro siempre. Y nunca tuve coraje para escaparme.
Solo ahora que me estoy muriendo, me animé a sacar de su caja todas estas
joyas, para hacértelas llegar con un conocido de tu zona.
Espero
que sirvan para mejorarte la vida, porque ya no pido ni merezco tu perdón.
Con inmensa tristeza y arrepentimiento Mamá
-¿Qué raro no?- Dijo Mario –Papá nunca nos contó
esta historia ¿Por qué no habrá usado estas joyas?
-¡Quien sabe! Pero lee el otro papelito ¡Capaz que
nos aclara algo!
Y leyeron:
Queridos hijos:
Ya
ven como son las cosas. La mujer que decía ser mi madre me mandó estas cosas,
pero mis verdaderos padres fueron el tío Ramón y la tía Marita, así que todo
esto no es mío. Hagan lo que quieran. Yo los estaré acompañando desde arriba.
Los
quiso mucho Papá
Bajaron
de la sierra con lágrimas en los ojos. Al otro día se tomaron el micro Río
Paraná con rumbo desconocido y nunca más volvieron a San Manuel. Después de
muchos años, los encontró de casualidad un vecino del pueblo. Eran los
orgullosos dueños de un gran hotel en Córdoba y de la Agencia Ford de aquella
ciudad. El hotel se llamaba “Las dos cartas”