jueves, 29 de junio de 2017

Cirujano aficionado

Así encontramos a la criatura intervenida por Miguel

Por suerte pudimos arreglar el asunto

-¿Pero porqué lo cortaste Miguel?- Le pregunté al muchacho cuando vi al pobre ternero con sus tripitas afuera.
-¡Es que pensé que era un quiste con pus! Y ya que lo dejaba capado y señalado, calculé que lo mejor era operarle también ese bulto- Contestó, muy gracioso, el mensual encargado de atender el rodeo de vaquillonas en parición.
Miguel trabaja en la Estancia El Picaflor y allí van castrando los terneritos apenas nacen. Los toman en el potrero y les hacen la pequeña cirugía y ya los dejan señalados, con lo que logran que, al finalizar la parición, todos los machos estén castrados y contados. Es un buen sistema.
En este caso, el voluntarioso personaje se pasó de comedido y extendió su arte a la hernia umbilical del neonato, pero cuando vio que se le salía el intestino, me llamó enseguida para tratar de arreglarlo.

Por suerte todo se hizo bien rápido y el día, no demasiado frío, ayudo para que la víctima pudiera salvarse ¡Eso sí! Le deje a Miguel la recomendación de que limite sus operaciones a los testículos y el resto me lo deje a mí. 

viernes, 16 de junio de 2017

Parto con lluvia


Hoy no amaneció feo. Amaneció asqueroso. Todo mojado por una mezcla de niebla y llovizna. Presión altísima y calor, anunciando alguna catástrofe climática, cosa que ya gritaban ayer las hormigas negras del jardín mientras yo cortaba el pasto, trotando frenéticas con cuanta comida podían acarrear. Al rato nomás se descargó el primer aguacero.
¡Qué bueno! Pensé. Tengo toda la mañana para dedicarme a poner en orden los papeles en la veterinaria.
Pero cerca de las diez de la mañana, me llamó Roberto para avisarme que tenía una vaquillona que no podía parir:
-¿Podrás venir? Me parece que el ternero tiene la cabeza para atrás, le metí la mano y no toco nada-
-¡Si Roberto! Enseguida voy para allá y de paso aprovecho que el día está buenísimo para andar en el campo- Le dije, riendo para no llorar.
-¡Vamos dotorcito! ¡No se me achique! ¡Ah! ¡Otra cosa! La vaquillona se me empacó y no la pude llevar a la manga así que la dejé en el potrero.
Antes de salir me cambié con cuidado en la veterinaria, poniéndome todo el atuendo de partero, más el equipo impermeable y las infaltables botas de goma ¡Y salí nomás! El camino de tierra todavía estaba transitable, aunque bastante resbaloso. Pasé por la casa del campo a buscar a Roberto, y nos fuimos hasta el potrero, donde estaba esperándonos la parturienta.
El resto fue pura diversión. Enlazamos, volteamos y maneamos la vaquita, y pronto supe que el ternero venía de patas y por eso Roberto no había tocado la cabeza. Lo acomodé para que encajara su caderita en la de la madre y lo sacamos, ayudándonos con un aparejo para hacer fuerza. El tipo, un machito, estaba medio ahogado pero vivo, así que después de alguna asistencia agarró mecha y empezó con los intentos de pararse.

A la vuelta, nos entretuvimos un rato largo tomando mate y charlando en la casa, mientras la lluvia seguía cayendo incansable.  

jueves, 15 de junio de 2017

Vida retirada

“Que descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han sido”… dice, al comenzar la Oda a la vida retirada, Fray Luis de León. Lo notable es que esto fue escrito en el siglo XVI, cuando no había electricidad, ni empleo de combustibles fósiles, ni vehículos automotores, ni gas natural. Entonces, ¿Cuáles eran las cosas de la vida en las ciudades que agobiaban al fraile?         En esos tiempos, la actividad física era imprescindible. Casi todos los trabajos eran manuales y demandaban notables esfuerzos. No había llegado la era industrial al mundo, y todos los objetos de uso cotidiano se elaboraban artesanalmente. La agricultura y la ganadería eran trabajos de hormiga. Los viajes se hacían a pie o a caballo. Pocos privilegiados disponían de carruajes más cómodos. Hasta las guerras eran artesanales y los combates se hacían cuerpo a cuerpo con armas blancas. Tal vez por eso la obesidad no era una epidemia mundial y estaba reservada a clérigos sedentarios o funcionarios ricos. También se vivía menos tiempo. El agobio de esos rigores y la falta de medicinas para aliviar casi cualquier dolencia, hacían que vivir más de cincuenta años fuera un premio.
No nos imaginamos cuales serían las cosas que Fray Luis Beltrán veía tan distintas en las ciudades. Tal vez fueran los olores insoportables que despedían los excrementos y la orina humanas, arrojados a las calles desde cualquier hogar, sumados a la bosta de caballos y perros, que solían fundirse en barros pestilentes los días de lluvia. O tal vez le molestara la promiscuidad y la violencia que se mostraban en cualquier rincón. La prostitución, invento viejo, era cosa natural, y las peleas a muerte también. El orden se imponía a palos y la autoridad era la que tocaba en suerte, ya que tampoco había leyes. Solo la voluntad del que mandaba.
Capaz que por eso era preferible la vida retirada en el campo, donde la naturaleza se presentaba menos hostil para un hombre de reflexión.

En nuestros días, las diferencias todavía siguen estando. La vida en las ciudades se ha vuelto más blanda. Ya no se requieren enormes esfuerzos físicos, pero sigue habiendo violencia, prostitución y malestar generalizados. Hay exceso de vehículos. Autos, micros, camiones, trenes y aviones que se enredan en todos lados. No se ve el cielo. Ni las estrellas, ni la luna. En las ciudades solo es posible saber en que cuarto de luna se vive, por las hojas del almanaque,  mientras que en los pueblos o en el campo, todavía hay un contacto más estrecho con la naturaleza, que es la mejor maestra de vida. Aún se anda a caballo o a pie. Se vive rodeado de animales salvajes. Aves, reptiles y mamíferos. Tenemos todo el cielo limpio para admirar y el aire purísimo. Hay menos gente y menos máquinas; y finalmente, se pierde menos tiempo que en las ciudades. Si se calcularan las horas que se desperdician al día en nuestras grandes urbes en viajes al trabajo, colas interminables para todo y tiempo frente a pantallas y dispositivos, veríamos que el porcentaje de actividad provechosa es muy escaso. Estos valores se invierten en los pueblos o en los campos. En ellos podemos hacer buenas huertas, criar animales, caminar alegremente por las sierras, escribir cartas y poemas, dedicarnos al teatro o el baile. Y todo sin apuro. Me gusta el pueblo.

El hombre y el teléfono

  Cualquier empleado de campo, por más rústico que aparezca, anda con su teléfono celular en el bolsillo. La mayoría de los menores de 30 añ...