lunes, 8 de julio de 2013

Todo cambia

A propósito de estos días de lluvia, pensaba que para el que no conoció otra cosa, lo más natural es que los caminos sean entoscados y bien cuidados, o directamente de cómodo asfalto. Pero deben saber que hace algunos años, las carreteras del país eran pocas, y que los escasos vehículos que circulaban por inmensas zonas, lo hacían por huellas apenas visibles, calles de tierra angostas o, muchas veces, cortando por dentro de alguna estancia grande que “daba permiso”.
En esos años, cuando se venían estos temporales, sobre todo en invierno que los días son cortos y pocas las horas de sol, podían pasar semanas sin que la gente lograra moverse, salvo en los lugares donde ya la vía férrea unía los distintos pueblos, y los altos terraplenes del ferrocarril sobresalían como espinazos de ballena, entre lagunas enormes.
Los mas corajudos, decididos o conocedores, solían largarse igual por esos andurriales. Abrían huella, que era lo más difícil, tratando de ir derechito por el medio de la calle y haciendo verdaderas proezas al volante. Así aprendieron a "sentir" el vehículo, tipos geniales de aquellos años como el gran Juan Manuel Fangio o los hermanos Galvez.
Yo hace mucho que aprendí a manejar en el barro. Siendo chico me enseñó mi viejo. Y me han tocado muchas buenas aventuras, la mayoría de las veces por trabajo.
Recuerdo una vez que tuve que ir a La Mamita, campo de los Riglos, por el parto de una vaquillona. Hacía como tres días que llovía, y justo para esa fecha, yo tenía un turno con el dentista en Lobería. Pronto hice la cuenta de que me convenía ir a atender la vaquillona, y de ahí seguir por tierra hasta la ciudad, ya que volver para San Manuel y viajar por el asfalto era mucho más largo. Cargué algo de ropa para cambiarme por si hacía falta, y salí. A duras penas llegué al campo. Seguía lloviendo. En esa época tenía un Falcon verde, con motor chico, que se desempeñaba bastante bien en el barro. A las apuradas sacamos el ternero y ya todo mojado, me despedí de la gente y encaré para Lobería. Cincuenta kilómetros de barro me esperaban. El auto se me desbandaba para todos lados. Varias veces quedé de costado y alcancé a seguir haciendo enormes esfuerzos. Me caí en un pantano y pude salir paleando barro a lo loco y, después de dos horas de sudar, pisé el asfalto de la calle que llega a la Escuela Agraria de Lobería. El auto echaba humo y estaba todo tapado en barro. Solo había un pequeño lugarcito en el parabrisas al que le iba sacando la mugre con la mano, porque se me había terminado el agua del zorrino. El escape se rompió en uno de los barquinazos, así que el auto bandido rugía como un león. Me arregle como pude limpiándome un poco y calzando ropa presentable, y al rato estaba sentado en la sala de espera del dentista.

Y pensar que hace unos meses, un amigo de Mar del Plata me dijo que le encantan los días de lluvia, porque así puede salir a los caminos alrededor del pueblo, a jugar en el barro con su 4x4 ¡Como cambian los tiempos! 

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