viernes, 5 de junio de 2015

Viejo perro

Cuando se largó a llover tan fuerte, la mayoría de los que habían llegado a pasar un día de yerra y fiesta en “Los Mimbres”, se treparon a sus autos y camionetas, y se fueron en caravana. Los 30 kilómetros de tierra hasta la ruta, son un camino angosto y descuidado, que se pone intransitable en cuanto caen unos pocos milímetros de agua.
Yo no tenía mucho apuro en salir. El sábado estaba perdido y me gustó el convite del viejito Meléndez para tomar mate en el antiguo fogón, pegado al tinglado donde guardan las herramientas.
“Los Mimbres” es una estancia de fin del siglo diecinueve. Todo es viejo e impresionante. Un monte inmenso. Dos galpones gigantescos donde depositaban la lana después de la esquila de miles de animales. La casa principal, casi un castillo;  y muchas construcciones para el personal, que en los años de esplendor, eran unas 150 personas, entre peones, parqueros, domésticas y otros mozos de a pie para distintas tareas.
Meléndez no es tan antiguo como la estancia, pero casi. Ahí se crió y pasó toda su vida.
Afuera el agua caía a baldes. Avivó el fuego, cargo el mate de calabaza con yerba, y nos sentamos a conversar en unas sillitas bajas muy propias de las materas viejas.
-¡Acá viví toda mi vida humana!- Arrancó la charla, y se sonrió mostrando la boca desdentada y la cara plagada de arrugas.
-¿Como su vida humana? ¿Y qué otra vida tuvo Don Meléndez?-
-¡Vea dotor! ¡Si tiene un rato le cuento! ¡Es una linda historia!-
-¡Metalé abuelo!- Le dije mientras agarraba el mate y le daba el primer sorbo.
-Resulta que hace montones de años yo era un muchachón bastante bien plantado y no me faltaban mujercitas de todo pelaje. Pero una de ellas, la María Ester, era la que más me gustaba y  con la que a veces pensaba que llegaría a tener unos lindos gurisitos. Igualmente, el cuerpo me pedía a gritos seguir correteando por los bailongos, hasta que un día, volviendo para casa con otra amiga en ancas, me crucé con los padres de María Ester que habían salido muy temprano en el sulky, a consultar al médico del pueblo. Ni me saludaron. Y desde ese día se terminó la historia con mi novia. Después de dos o tres semanas noté  que me empezaba a crecer pelo de perro por todo el cuerpo, me salió después una peluda cola de perro y de un día para otro, me desperté convertido en un perro negro y feo. La madre de María Ester era una bruja conocida y tenía un libro de encantamientos, del que sacaba recetas para hacer todo tipo de males ¡Y a mí me convirtió en perro! Para vengarse ¿Vió? El asunto es que ahí empezó mi vida de perro ¡No sabe lo difícil que es acostumbrarse! Caminar en cuatro patas al principio me pareció muy raro, pero en cuanto me puse baqueano, noté que era más descansado que andar solamente en dos como las personas. Pasé mucho tiempo casi sin comer, porque el resto de los perros de la estancia me atacaban como salvajes cada vez que me acercaba. No me quedaba más remedio que escapar con la cola entre las patas. De a poco me fui ganando la confianza de un puestero nuevo. A fuerza de zalamerearlo y seguirlo para todos lados. Yo tenía la ventaja de que entendía todo lo que me decía, así que cuando el muchacho me conversaba, yo le contestaba con la mirada o moviendo la cabeza. Me tomó mucha afición, así que ya la vida se me hizo más fácil. Y ni le cuento cuando me sacó a trabajar al campo. Yo me desempeñaba mejor que todos, porque conocía de sobra el trabajo y lo que querían hacer con las vacas. Me hice muy famoso y el Fabián, que así se llamaba mi dueño, me empezó a llevar al pueblo. Y fue en el pueblo donde me convertí en una atracción para grandes y chicos. Fabián tiraba un montón de monedas al piso y me pedía que apartara las de 50 centavos y yo, con la patita, las iba sacando de a una sin equivocarme. Cuando terminaba, todos aplaudían y me tiraban las mejores cosas para comer. La verdad es que mis días de perro no eran tan malos. Pero cuando ya me estaba acostumbrando, pasó lo que pasó.
Nos fuimos una tarde al pueblo con Fabián y después de los trucos de costumbre, nos sentamos en la vereda del club a descansar. Él en una silla y yo a su lado en el suelo. Allí estábamos muy tranquilos, cuando pasaron dos muchachitas forasteras que yo veía por primera vez en el pueblo. Lo curioso fue que una de ellas me miraba raro. Como si yo fuera una persona. De golpe se pararon y se volvieron hacia nosotros. La que me miraba raro le preguntó a Fabián:
-¿Es suyo ese perro? ¿De dónde lo sacó?-
Fabián la miró medio incómodo, porque no estaba acostumbrado a que lo abordaran las chicas y menos dos pibas lindas.
-¡Sí! ¡Es mío! ¿Porque?-
Entonces la chica, que no era ni más ni menos que una aprendiz de bruja, le pidió que las acompañáramos hasta la plaza, donde nadie pudiera escuchar lo que iban a decirle.
Cuando llegamos al centro de la plaza del pueblo, la muchacha, hablando en voz muy baja, le dijo que el perro, o sea yo, no era un perro. Que ella se había dado cuenta de que era una persona encantada, y que me iba a devolver la forma humana.
Cuando escuché semejante cosa, casi me caigo sobre mi cola peluda y empecé a gimotear y mover la cabeza lastimosamente.
Enseguida la brujita sacó unos polvos mágicos de una bolsa que llevaba colgada en la cintura y empezó a hacer conjuros y fumigaciones, mientras los ojos se le ponían violeta. Y en ese momento y en aquel instante, recobré mi forma humana. Fabián no lo podía creer, así que no atinó siquiera a moverse, pero las chicas, al ver mi apostura y encontrarme totalmente desnudo, se quedaron prendadas conmigo. Me prestaron unos trapos para cubrirme y ahí nomás me pidieron casamiento ¡Las dos! Porque me veían muy  conveniente por todos los rincones y de la cabeza a los pies.
Y así fue que tuve dos mujeres y un amigo querido, como el Fabián, hasta que la muerte me los llevó-
Meléndez entornó los ojos y de pronto se quedó mirando fijo el fuego. No habló más. Yo no quería cortar sus pensamientos, así que lo dejé estar mientras tomábamos mate en silencio. Cuando ya la tarde creció y se hizo grande, entendí que era hora de volver al pueblo. Afuera seguía lloviendo. Me levanté de la sillita y Meléndez pareció volver de un sueño.
-¿Vió dotor? Es una historia de no creer. Otro día le voy a contar las cosas que me pasaron siendo perro-
-¡Cuando quiera Don Meléndez! ¡Nos vemos pronto!-
Yo me volví al pueblo, pero el viejito Meléndez murió a los pocos días.
Discretamente pregunté a la gente de la estancia si alguno sabía algo de aquella historia, pero nadie estaba al tanto. Solo un peón tan viejo como Meléndez, cuando quise sacarle información del asunto, se sonrió como recordando, pero no me quiso contar nada.






2 comentarios:

  1. Como estas hay infinidad de historia...
    Muy buena historia Jorge.

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  2. Es verdad Nicolás!!! Hay muchas historias así en el campo y es lindo contarlas!!! Un abrazo

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