miércoles, 29 de julio de 2015

Mi lavarropas



Mi amigo en su última morada. El basurero municipal

¡Pobre gaucho! Como dicen en el campo: ¡Murió de repentina!
Mi lavarropas tenía más de 30 años. Trabajó como un burro siempre sin quejarse, aunque los ruidos raros que hacía últimamente, tal vez fueran los lamentos del que sabe que pronto le llegará la guadaña.
Ayer metí unas sábanas y algunas camisas. Fardo pesado. Lo enchufé y salió andando. Ya no le funcionaba ninguna perilla. Solo tenía que conectarlo a la red de luz para que arrancara, y acordarme al rato de desconectarlo para que parara. Viene a cuento que más de una vez puse ropa a lavar y me fui al campo por alguna urgencia, sin tener en cuenta de que mi compañero quedaba en sus ocupaciones. Cuando volvía, a veces dos horas después, lo encontraba todavía batiendo como un valiente.
La cuestión es que ayer hizo su último esfuerzo. Lavó de la mejor manera las sábanas, como siempre, y cuando lo quise hacer andar de nuevo, con un mameluco lleno de bosta, pegó un grito y se paró. Enseguida largó un humito, fuerte olor a quemado y su cuerpo descascarado y roto se quedó quieto para siempre.
Listo. Se murió.
A la tarde lo cargué en la camioneta y lo llevé al basurero.
Cuando lo bajé, apareció en el fondo de la batea una moneda oxidada de dos pesos, que seguramente se le desprendió de algún recoveco con los movimientos.

Fue su último regalo ¡Chau hermano!

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