domingo, 19 de julio de 2015

Un duelo limpio



En estas épocas casi no hay actos de coraje. Los malos, lo son con un arma de fuego en la mano, y si es solo un arma blanca, la usan a traición, o sobre personas sin defensa como mujeres o viejos.
El coraje y la valentía se demuestran peleando con fuerzas y armas parejas. Esto pensaba cuando Eulogio Tapia terminó de contar la historia de su pelea más famosa.
-¡Resulta!- Arrancó diciendo Eulogio, mientras todos parábamos la oreja, atentos a sus palabras –Resulta que yo perdí a mis viejos siendo muy chiquito. Los milicos que llegaron a tomar los datos de la matanza que había hecho un tal Fernández con los dos, me encontraron de casualidad, escondido atrás de unas retamas, pegado al puesto donde vivíamos. Aprovecharon la ocasión para llevarse las pocas cosas de valor que mis padres tenían y a mí me mandaron al cuidado de unas tías de Tandil, para que me criaran. Pero no aguanté mucho en el pueblo. A los once años me escapé y empecé a rodar de estancia en estancia. En el campo de los Estévez, cerca de Ramos Otero, me quedé hasta que cumplí los 17, porque Benicio Acosta, el encargado, supo ganarse mi afecto y me enseño hasta el último secreto de los trabajos con la hacienda. Anduvimos reseriando, capé toda clase de animales, aprendí a manejar el lazo de la mejor manera y hasta me enseñó a canchar con el cuchillo y el poncho en los ratos libres. Pero un día le hice una macana grande mezclando unas tropas, y el hombre, de los puros nervios, me pegó tal soba, que a la fuerza me volví a escapar.
Fue así que llegue a pedir trabajo a La María, a dos leguas de San Manuel. Iba muy bien montado y con pilchas viejas, pero de lo mas prolijas. Esto fue en el año 1932. En la estancia había 17 personas trabajando y sobresalía Pedro Meléndez. Un hombre con más fama que el diablo. En cuanto me vio llegar, así tan arregladito, caí en desgracia con él. No pasaba día en que no me largara los peores insultos, buscando camorra. Yo me quedaba quietito, sabiendo que lo mejor era no armar pelea si quería conservar el trabajo. Hasta que el tal Meléndez se pasó.
A la estancia habían traído tres caballos bellacos y me empezó a buscar la boca, diciendo que si yo los podría montar o mi mamita todavía no me dejaba andar en esos trances. Estas y otras porquerías siguió diciendo, hasta que por fin me encontró.
Me acerqué al capataz y le dije bien fuerte para que todos oyeran:
-¡Diga Acosta! Si me deja, yo le voy a sacar las cosquillas al más malo de los tres pingos que trajeron, y después, siempre que usted me deje, le voy a sobar bien el lomo al jetón de Meléndez-
-¡Haga nomás mocito-! Me contestó Acosta, contento de que alguien se le animara a Meléndez, ya que a fuerza de varias muertes, había hecho que todos le tuvieran miedo.
Los paisanos allí reunidos se quedaron mudos con el desplante, menos Meléndez, que largó la risa diciendo:
-¡Vaya preparando el cajón Don Acosta, que este muchachito no llega al mediodía!-
Y ahí empezó la función. Me trajeron al lobuno. Parecía un tigre. Se sentaba en el palo y hacía mil abalanzos, mientras yo me ataba las espuelas. Pronto salté sobre su lomo con la agilidad de un gato y se los pedí. Fue una lucha tremenda. El lobuno verdaderamente era una fiera, pero le aguante los primeros saltos bárbaros, y pronto vi que se le estaban terminando las fuerzas. Entonces empecé a descargarle el rebenque por las verijas y la cabeza, mientras lo rayaba a gusto con mis espuelas. Al rato nomás, volví al trote para el lado de la estancia. El caballo estaba entregado. Cuando llegué el corral me bajé y dije:
-¡Bueno! ¡Ahora le voy a ablandar los matambres al tigre más viejo!- Meléndez no esperaba otra cosa y se me vino al humo enseguida:
-¡Saque el cuchillo mocoso así lo achuro y terminamos con esto!-
-¡Vea Meléndez! ¡Con el rebenque nomás, me sobra para cagar a palos a un pulguiento como usted!- ¡Para qué! Sacó el enorme facón que llevaba a la cintura y se me vino tirando puñaladas sin ton ni son, tanta era la bronca que tenía. Echaba espuma por la boca. Pero así como pasó con el lubuno, yo lo visteaba y me le reía, viendo que el hombre se iba terminando. Y cuando no pudo dar más golpes, yo empecé con el circo mío. Y lo agarré a golpes de lonja con el rebenque. Le pegué a gusto y por todos lados. Los costillares y la cara le empezaron a sangrar. Le di también por la espalda y la cabeza, hasta que por fin, el malo tiró el cuchillo y se disparó corriendo a los gritos por el campo como un loco.
-¿Y cuando volvió a la estancia que pasó? Le pregunté.
-¡Es que no volvió nunca más! Pareció que se lo hubiera tragado la tierra. Así fue que yo me acredité en La María, y me convertí en el hombre de confianza de Acosta, hasta que el pobre murió en mis brazos después de una fea rodada. Pero esa es otra historia-
Eulogio entornó los ojitos zarcos, mientras el humo del cigarro le envolvía la cara.
¡Qué bárbaro! Pensé ¡Este sí que es un hombre corajudo

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