viernes, 7 de septiembre de 2012

Loquito el muchachito


Bartolo era un chico muy bandido. Vivía con sus padres y seis hermanos en la estancia “El Mangrullo”, cerca de La Dulce. Su papá era mensual y la mamá trabajaba en la casa principal.
Como en toda familia grande de campo, era la madre la encargada de encaminar a los chicos a sopapo y chancletazo limpio. Cuando el padre se sacaba el cinturón para algún correctivo, ya los jóvenes culitos llevaban diez palizas de ventaja de parte de la progenitora.
Bartolito era el más beneficiado porque no pasaba día sin inventar alguna macana. Jineteaba los terneros guachos deshaciendo el lomo de los pobres animales, cascoteaba las palomas rompiendo vidrios y abollando máquinas, ataba latas vacías a la cola de los gatos, rociaba el lomo de los perros con sulfuro, solo para verlos disparar a los gritos, y mil travesuras más.
Pero un día se pasó. En su afán de superarse en las hazañas, explicó a sus hermanos que él era capaz de manejar el falcon nuevo de papá. Esperaron la hora de la siesta, en pleno verano, y se escaparon por la ventana sin hacer ruido. Corrieron hasta el galpón donde estaba el auto flamante, debajo de una lona. Lo desvistieron y se acomodaron excitados en los asientos interminables de la máquina. Y Bartolito al volante. El muy bestia lo único que tenía claro, en sus inocentes nueve años, era que el motor se arrancaba girando la llave de contacto, así que les pidió silencio a todos y con cuidado hizo la maniobra. El noble Ford, que había quedado en cambio, al arrancar, empezó a dar saltos hacia adelante a lo loco. Los mellizos mas chiquitos empezaron a gritar, mientras Bartolito enfrentaba la situación, fija la vista al frente, hasta que dieron de lleno contra el sulky, haciéndolo pedazos, y se estrellaron contra la pared.
Con semejante despelote, al ratito cayeron los padres. Como es lógico, la primera en darse cuenta de lo que había pasado fue mamá, así que lo agarró fuerte a Bartolito de la oreja y lo sacó al patio casi en el aire. Pero antes de que empezara la paliza, el bandido consiguió escaparse, corrió derechito al molino y se trepó hasta lo más alto de la torre, rápido y ágil como un gato.
Lo que nadie se esperaba, era que desde arriba, el muy caradura, les gritara a los padres que si le pegaban, se iba a matar tirándose de cabeza. El sainete duró hasta la noche. Lo venció el hambre. Igual se trago unos cuantos azotes cuando bajó, pero ya sin tanto entusiasmo
Y en la zona quedó el dicho… “Loquito el muchachito… lo retó la madre y se quiso matar”     
 

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