Y les contaba que...
A Lugano, por mas que lo buscaron, primero la gente de la estancia y despues la policía, no pudieron encontrarlo mas.
El ruido del vehículo deshaciéndose en una rodada interminable llamó la atención de los tres indígenas Yabitos que, aprovechando la inusual bajante del Rió Uruguay, se habían internado unos cuantos kilómetros en el monte correntino, en busca de buenas presas comestibles.
Escondidos entre los árboles, espiaron un rato hasta asegurarse de que no había peligro en el lugar del accidente. Encontraron la camioneta y a Barragán sin vida. Despues dieron vueltas al corpachón de Mario Refojo y vieron que también estaba muerto y, por fin, se acercaron a Lugano que yacía cerca de unos matorrales. Cuando se dieron cuenta que respiraba debilmente, decidieron llevarlo con ellos.
Recorrieron el largo camino de vuelta a su asentamiento en la selva en dos días interminables. Se turnaban para cargarlo y, cada tanto, paraban a refrescarlo, mojandolo con agua que llevaban en un pequeño recipiente de cuero. El veterinario Lugano resistía.
Cuando llegaron a la toldería, en plena selva brasileña, hubo un alboroto general. Muchos de los veintisiete indígenas Yabitos que allí vivían nunca habían visto un hombre blanco. Con cuidado lo recostaron en un nido de ramas y hojas, cubierto por una especie de techo inclinado, también hecho de gajos finos de plantas. Y comenzaron las tareas del "médico". Lavó prolijamente las heridas de la cornada en el pecho y la espalda, y las cubrió con hojas maceradas de miramona, una planta con alta concentración de antibióticos. En las noches de luna llena le hizo tomar una infusión de ayahuasca, de gran poder alucinógeno, que hizo a Lugano gemir inconciente, pero no logró despertarlo de su estado de coma.
Una de las jovenes Yabito, la pequeña Yihina, fué destinada a cuidar personalmente a Lugano. Permanecía casi todo el día junto a él. Le daba a tomar pequeños sorbos de una especie de "leche" de mahayona y, cuando los cazadores volvían con alguna presa, le hacía tragar muy despacio algunas gotas de sangre. Lugano se fué consumiendo sin despertar. Su cuerpo quedó convertido en un esqueleto con piel. Pero seguía vivo.
Un día abrió los ojos. Habían pasado casi tres meses. Era mayo de 2002.
El ruido del vehículo deshaciéndose en una rodada interminable llamó la atención de los tres indígenas Yabitos que, aprovechando la inusual bajante del Rió Uruguay, se habían internado unos cuantos kilómetros en el monte correntino, en busca de buenas presas comestibles.
Escondidos entre los árboles, espiaron un rato hasta asegurarse de que no había peligro en el lugar del accidente. Encontraron la camioneta y a Barragán sin vida. Despues dieron vueltas al corpachón de Mario Refojo y vieron que también estaba muerto y, por fin, se acercaron a Lugano que yacía cerca de unos matorrales. Cuando se dieron cuenta que respiraba debilmente, decidieron llevarlo con ellos.
Recorrieron el largo camino de vuelta a su asentamiento en la selva en dos días interminables. Se turnaban para cargarlo y, cada tanto, paraban a refrescarlo, mojandolo con agua que llevaban en un pequeño recipiente de cuero. El veterinario Lugano resistía.
Cuando llegaron a la toldería, en plena selva brasileña, hubo un alboroto general. Muchos de los veintisiete indígenas Yabitos que allí vivían nunca habían visto un hombre blanco. Con cuidado lo recostaron en un nido de ramas y hojas, cubierto por una especie de techo inclinado, también hecho de gajos finos de plantas. Y comenzaron las tareas del "médico". Lavó prolijamente las heridas de la cornada en el pecho y la espalda, y las cubrió con hojas maceradas de miramona, una planta con alta concentración de antibióticos. En las noches de luna llena le hizo tomar una infusión de ayahuasca, de gran poder alucinógeno, que hizo a Lugano gemir inconciente, pero no logró despertarlo de su estado de coma.
Una de las jovenes Yabito, la pequeña Yihina, fué destinada a cuidar personalmente a Lugano. Permanecía casi todo el día junto a él. Le daba a tomar pequeños sorbos de una especie de "leche" de mahayona y, cuando los cazadores volvían con alguna presa, le hacía tragar muy despacio algunas gotas de sangre. Lugano se fué consumiendo sin despertar. Su cuerpo quedó convertido en un esqueleto con piel. Pero seguía vivo.
Un día abrió los ojos. Habían pasado casi tres meses. Era mayo de 2002.
Continuará
Esto me esta sonando a verso y ya veo que nos tenes hasta fin de año con "CONTINUARA" y LUGANO esta en BUZIOS cagandose de risa de los lectores!!!!!!!!!
ResponderEliminar¡Que tipo desconfiado!!! Solo hay que buscar en Internet los diarios de Corrientes Capital de febrero de 2002. ¡En fin! cosas que uno aguanta... Ja Ja
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