jueves, 20 de febrero de 2014

Dijo el viejo

Se sentó en un banquito bajo, hecho con caderas de vaca, unidas con un cuero de toro negro. Se lo veía viejo y cansado. Las manos gruesas, grandotas, con la piel brillosa y curtida. Los ojos chiquitos. Medio blancos. Con los pelos y la barba ralos y entrecanos. Las puntas de sus botas rotosas casi juntas sobre el piso de tierra. Hablaba acariciando suavecito el mate galleta muy gastado.
-¡Y si! ¡Fue una historia triste! Creo que se conocieron allá por el año 42. Él venía de lejos. Un tipo muy viajado. Era alto, pintón, orgulloso. Medio engreído. Y ella, pobrecita, recién salida del cascarón, apenas había conocido los campos de la zona. En cuanto lo vio, le pareció que se desmayaba de amor.
            Creo que a él también le gusto de entrada, porque desde el primer día le revoloteó, haciéndose ver, hasta que se la ganó.
            Hacían linda pareja. Yo los veía seguido porque en ese tiempo trabajaba en la Estancia Los Cerrillos, donde ella se había criado, y me hice medio amigo. En los meses que siguieron, el cariño largó frutos porque tuvieron dos lindos mellizos. Daba gusto verlos. En cualquier momento del día se encontraban y cruzaban algún picotazo.
            Pero se ve que el tipo no era de quedarse quieto, y antes de la entrada del primer invierno la convido a volar para sus pagos, así que juntaron sus poquitas cosas y se fueron sin despedirse, con sus dos crías todavía chiquitas.
            Resulta que en el campo vecino vivían los chicos de Barragán. Muchachitos indomables y herejes con cuanto bicho se les cruzara. En cuanto mis amigos, los cuervos, cruzaron volando por sobre el monte, les tiraron con sus rifles de aire comprimido. Bajaron al macho y a uno de los pichones, y a la hembrita le rompieron un ala para siempre.
¡Una lástima!- Terminó el viejo. Dio un sorbo largo al mate y se quedó mirando el fuego calladito. Yo no dije nada.  


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