martes, 16 de junio de 2009

Hazañas de aprendices


Han pasado por San Manuel mas de 30 residentes con todas las particularidades y detalles que pueden tener mas de 30 personas distintas. A todos se los llamó "aprendices" en homenaje a la buena de doña Alicia, que la vez que llegué al campo con la primera tanda de chicos ávidos de conocimientos, los miró de arriba abajo como midiéndolos y me preguntó: ¿Así que estos son los aprendizos? Y en ese mismo momento pasaron a llamarse aprendizos o aprendices todos los que siguieron.
Hubo de todo.
Me acuerdo del negro Pablo. Un tipo enérgico y de buen carácter. Todo lo divertía. Le gustaba el campo y era muy voluntario para cualquier trabajo.
Ese día llegamos a atender una vaca de tambo. La pobre vaca estaba suelta al final de un callejón de alambre eléctrico. Nos acercamos todo lo que pudimos en la camioneta y allí paramos. Decidí enlazarla y atarla en algún palo para poder revisarla, ya que la manga estaba muy lejos y la gente de a caballo andaba en otros trabajos.
El negro, comedido, me dijo: ¿Querés que la enlace?
¡Bueno! Le contesté ¡Si te animás! Pero atala enseguida porque sinó, no la vamos a poder tener.
Y allá fué el negro. Armó el lazo y con un lindo tiro la agarró. La paciente, primero sorprendida, lo miró y despues se largó contra el eléctrico y lo saltó limpito. El negro, agarrado de la presilla del lazo saltó el alambre atras de la vaca, pero al pisar la tierra, el tirón del animal lo tumbó para adelante y allá se fueron los dos por un potrero de buena alfalfa.
¡Largala negroooo! ¡Largalaaaa! Le gritaba, pero el tipo estaba decidido a tenerla. Se veía la vaca corriendo en toda la furia y, entre las flores de alfalfa, las botas de goma y la cabeza, ya sin la boina, del negro voluntarioso.
Habrán recorrido como 300 metros, hasta que por fin la vaca, cansada de arrastrar al morocho porfiado se paró sola. Pronto llegamos con el otro aprendiz y le ayudamos a voltearla. Mientras tanto Pablo, contento con su trabajo, y verde desde la pera hasta las botas, no paraba de reirse.
Otro día llegamos a un campo, en el faldeo de una sierra, para sacar el ternero a una gran vaca careta. Iba con Federico y Guillermo, dos aprendices muy grandotes y forzudos. Federico había sido domador y le gustaba todo lo que fuera bruto y bárbaro. Cuando salía de algún trance así, se miraba los moretones y decía: ¡Esto me engorda!
La cuestión es que llegamos cerca de la vaca y creyendo que no se iba a levantar, nos bajamos y empezamos a ponernos los mamelucos para hacer el trabajo, mientras el encargado esperaba apoyado en la caja de la camioneta. Mientras tanto, y trabajosamente, la vaca, que pesaría unos 600 kg, se paró y empezó a alejarse. El problema no era grande porque la podíamos enlazar, pero el bestia de Federico salió corriendo y la abrazó del cogote.
Las parturientas pueden parecer muy concentradas en su parto, pero basta que se asusten o se exciten, para que suspendan su tarea y busquen disparar para ponerse a salvo o tratar de golpear al que tengan cerca.
Esta vaca, al sentir que la agarraban, dió un gran salto y empezó a correr, mientras Federico, vasco bravo, se quedaba prendido haciendo fuerza para voltearla.
¡Este chico está loco! Decía el encargado ¡Lo vá a matar esa vaca!
Ni nos había dado tiempo a reaccionar.
Por fin salimos los tres corriendo para ayudar, pero ya la vaca, cansada, se había quedado quieta con el aprendiz colgando de su cogote y con el cuerpo bajo el pecho del animal.
Lo único que dijo, satisfecho cuando pudimos voltearla y ya todo estaba bien fué: ¡Esto sí que me engorda!

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