miércoles, 24 de junio de 2009

Los caminos



El bueno de Aparicio Rivarola se sacó la camisa. El cuerpo blanco hacía contraste con la cara y los brazos quemados por el sol. Sudaba como un beduino. Recién terminaba de comer un asado. Sentía la panza tirante y la cabeza embotada por el vino malo que había tomado. Faltaba un rato para que el capataz los llamara y recomenzara la monotonía bestial de los hacheros. Se apoyo en el tronco del eucaliptus y mientras las cortezas desprendidas le rascaban la espalda, descargo cinco o seis pedos ruidosos que lo aliviaron. Cerró los ojos mientras las moscas estudiaban, volando alrededor, la causa de aquel olor tan grato a sus asquerosas narices. Aparicio se acomodó apoyando la suela de la alpargata izquierda contra la planta, y eructo cavernosamente, sintiendo revivir en las narices, el olor del chorizo recién mascado. No pensaba en nada, como casi siempre. Se froto perezosamente el vientre con la mano encallecida y pronto, el suelo fué como un gran imán para su enorme humanidad. Se dejó caer primero sentado y despues de costado sobre la tierra llena de coquitos del árbol y algunas hortigas. Pero ya no sintió nada entregado al sopor del primer sueño de la siesta. Se desparramó boca arriba, roncando trabajosamente con la boca muy abierta, de la que salían borbotones de babas hediondas. Las hormigas coloradas, grandotas, hambrientas, y en montones interminables, se comieron al pobre Aparicio en menos de dos horas.
Mientras tanto...
Máximo Rodriguez Jaurena terminó de bañarse en su flamante jacuzzi. Se secó prolijamente y caminó desnudo hasta el lavatorio. Se puso sus cremas y perfume habituales, mientras sonreía recordando la cara de los industriales cuando les pidió la comisión por apurar el permiso de instalación. Pensó que esta pobre gente todavía creía en la legalidad. Conocer como se hacen las cosas en Argentina a veces es un duro golpe para los tipos derechos. Se puso su mejor traje y los zapatos nuevos que Roberta le había dejado junto a la silla. Siempre los viajes en helicoptero lo inquietaban, pero hoy solo tenía en mente el acto de La Matanza que prometía ser multitudinario. Dió un último vistazo en el espejo. Se gustaba. El corte de pelo impecable, las manos blandas y habilmente hechas por la experta del salón de belleza y el vientre liso gracias a las horas de gimnasio y dieta macrobiótica. Su sonrisa que desarmaba a cualquiera. Sus dientes perfectos. Acercó su cara al espejo y se preocupó por algunos granitos que antes no había visto. El chofer golpeó discretamente la puerta. Salieron desde la tranquilidad de la residencia al caos de la autopista que llevaba al helipuerto. El camión fuera de control se pasó de carril en el momento en que el Mercedes Benz cruzaba el puente. Máximo alcanzó a abrir la puerta del coche cuando llegaron al fondo del río marrón, oscuro y fétido. Quiso nadar desesperadamente hacia la superficie, mientras los dientes de las pirañas desgarraban su ropa y se le hundían en todo el cuerpo. Se lo comieron en quince minutos.
Entonces...
El alma de Máximo se separó de su osamenta y emprendió el gran viaje, pero comprendió enseguida que la cosa iba a ser muy dificil. Tenía que presentar mil razones y disculpas para seguir. De pronto, y por el carril preferencial al cielo, vió pasar al espíritu colega, que supo habitar el cuerpo de Aparicio, con toda la vía libre para llegar derechamente a destino.
Y recién entonces se dió cuenta donde estaba la verdad.

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