domingo, 12 de julio de 2009

El Santo


Los libros de James Herriot creo que son de lectura obligada para los veterinarios rurales. Con singular gracia y maestría el autor, un veterinario ingles de los años 50, vá desgranando historias simples de la profesión en una geografía bastante parecida a la que afortunadamente me ha tocado recorrer en mis propias andanzas. Habla de un paisaje de lomadas, serranías, algunos bosques umbríos y algún arroyo caudaloso que cruza los caminos rurales por los que viajaba. Eso mismo pasa y se vé por acá. Otra cosa que impresiona es ver lo poco que han cambiado las rutinas de los que ejercemos este noble oficio, a pesar del paso de tantos años. Cuenta del parto de una vaca, de noche y a la luz de un farol, habla de la satisfacción de las salidas al campo con los hijos, siempre dispuestos para las maravillas de la naturaleza y deja historias de residentes que hicieron sus primeras armas con él. En fin. Alegrías diarias del veterinario rural.
El detalle es que sus relatos son actuaciones en las que queda clara su pericia, ojo clínico y buen proceder. Casi todos los casos que cuenta fueron ganados y los pacientes se salvaron, lo que al leerlos me hizo recordar a cierto profesor de Clinica quirúrgica de nuestra Facultad de Tandil, especializado en equinos, que despues de plantear tremendos casos en los que había intervenido, invariablemente terminaba la lectura de la ficha en cuestión con la muletilla: -Y este animal corrió y ganó- Dejando claro que era un campeón de la medicina.
Uno que ha transitado muchos años en el "ramo" y ejercido a tiempo completo, sabe que esta profesión nos hace mantener un permanente equilibrio. Cuando nos parece que somos buenos porque hemos resuelto muchos problemas con eficiencia y responsabilidad, de golpe sucede que un error producto del cansancio, falta de cálculo, distracción o simplemente mala fortuna lleva a que se complique, a veces fatalmente, un paciente que podría haber sido salvado o atendido mejor. Humanos somos.
Y humano debe ser el tratar de olvidar o disimular las malas y rescatar las buenas. Por eso comprendo a Herriot y al docente en cuestión. Y como siempre suelo caminar contra la corriente, tuve la idea en un momento de escribir una serie de relatos con los casos en los que actué mal. Algunos son verdaderamente risueños, pero creo que además, serían mucho mas valiosos para los que se están iniciando en estos caminos de la veterinaria. Se aprende mas de los errores que de los aciertos.
Pero este largo preámbulo, solo venía a cuento porque lo que voy a relatar ahora es un caso...¡Ganado!

El Santo fué un caballo de los mejores. Criado en un campo de Lobería. Bayo, alto, fuerte, de buen cogote y con unos cuartos fibrosos y elásticos que impresionaban. Cuando se lo quiso domar, cerca de los tres años, empezó a mostrar su verdadero carácter. Nunca se entregó. Mordía, manoteaba y bastaba que se moviera una hoja detras suyo para que largara tremendas patadas. -Este caballo me vá a sacar canas verdes-...repetía Palito, el hombre que lo había agarrado para amansar. Y se esmeraba en doblegarlo. Lo dejaba atado días enteros al palo para que aflojara, le metía rigor y parecía empeorarlo, cuando lo quiso cinchar por primera vez casi se desnuca en una voleada. Todo fué inutil. Y como pasa casi siempre El Santo, recién bautizado así en contrapunto con su furia, se destinó para las domas.
Y empezó su carrera en las jineteadas con un exito muy grande casi desde el principio. En estos casos el éxito consiste en bajar a cuanto hombre lo sube. Cuando sentía el azote del rebenque y el rayón de las espuelas al largarlo del palenque, hacía un arrancón bestial que nadie podía aguantar, y allá iba el hombre al suelo, y la fama de El Santo cada vez mas alto.
Esta vez la jineteada era en Ayacucho. El día antes había llovido y la pista estaba húmeda, cosa que aumenta el peligro, ya que a los animales les cuesta hacer pie y puede haber accidentes. De todas maneras, desde temprano se juntó muchísima gente y un solcito fuerte hacía que el ánimo de los presentes fuera del mejor. El Santo estaba destinado para la final. Allí montan los que han ganado en la rueda y como es lógico, los mejores caballos se destinan para ese momento.
Los hombres que ayudan lo llevaron hasta el palo y empezaron a ensillarlo. Lo subían con bastos. Le taparon los ojos, y con un salto ágil, el jinete cayo sentado sobre el ancho lomo. El Santo sintió el peso del muchacho y su corazón se aceleró. Sus narices dilatadas se llenaban de aire y todos sus músculos se pusieron en tensión. Medio se sentó antes de que lo largaran, y de pronto, el quemante chasquido de la azotera del capataz de campo, al mismo tiempo que le quitaban la venda y lo largaban. Dió un salto tremendo hacia el costado y giró sobre sus patas, al tiempo que el fierro de las espuelas le lastimaba el pecho y las paletas. Con fortísimo impulso se largó para adelante, y en la parada, desacomodó al jinete, mientras sacudía la cabeza llevandolo en las riendas. Largó entonces un segundo salto, formidable en el impulso, que lo hizo caer con la pata izquierda sobre un charquito que no había terminado de orear. Al apoyar el vaso, su pata resbaló inevitablemente y todo el peso del cuerpo cayo sobre esa pata inutil. De lejos se oyó el tremendo sonido del hueso al romperse. La gente, que logró escucharlo casi desde el otro lado del campo de doma enmudeció. El jinete se alejó unos paso y le gritó al apadrinador... -¡Se quebró!-
Lo ayudaron a pararse. La pata izquierda le colgaba muerta. Empezaron a opinar los entendidos. Alguno decía que solamente estaba "sacado", otros que se había quebrado y la mayoría coincidía en que había que sacrificarlo. El dueño hizo venir un veterinario desde Ayacucho. El colega lo revisó y sombriamente afirmó -¡No tiene cura! Hay que matarlo-. De todas maneras, el caballo se veía muy animado y el dueño decidió traerlo de vuelta a Lobería. Lo largaron en un potrerito, y en los 10 días siguientes, lo vieron otros dos colegas. El pronóstico era coincidente en que no había recuperación posible.
Y en este momento es que me tocó a mí intervenir. Había en el pueblo un hombre muy campero que trabajaba para el dueño de El Santo, comprando y vendiendo caballos. Un día me vino a ver por no sé que asunto y me contó todo lo de El Santo. Me gusto para ir a verlo y nos combinamos para viajar juntos a Lobería. Lo revisé prolijamente y ví que se trataba de una fractura completa de femur izquierdo. Verdaderamente grave, aunque en verdad daba mucho ánimo la actitud del caballo, siempre fuerte y desafiante. Le dije al dueño que si me dejaba, iba a intentar salvarlo. Quedamos en que me pagaría si algún día el animal volvía a las domas. Acepté gustoso y allí empezó el baile.
Mi idea era construirle una férula gigante que inmovilizara una pata que mediría no menos de 1,5 metros. Y empecé a improvisar con materiales. Primero la hice de hierro de construcción con alambres para la sujeción. Y a Lobería viajé con el aparato. Se había juntado mucha gente para ver el nuevo espectáculo. A pesar de su bravura, El Santo, parecía cooperar en el intento. Le colocamos la férula, toda forrada en algodón y cinta, y despues la fijamos con vendas simples y no sé cuantos yesos. Yo estaba contento. La idea estaba tomando forma. Trabajamos mas de dos horas hasta que por fin creí que ya estaba todo en orden. La gente también estaba de buen humor. Habían entendido la idea y creo que se contagiaban de mi optimismo.
-¡Vamos a largarlo despacito a ver que hace!- les dije casi con miedo. Le sacaron las sogas y el caballo dió algunos pasos suaves, mientras bufaba desconociendo aquello que le habíamos colocado. -Parece que vá a andar-, dijo uno ¡Ojalá! Pensaba yo. Y se fué El Santo muy despacio hasta que de pronto quiso trotar y se afirmó fuerte sobre la férula.
-¡Nó!- Dijo uno, mientras todos mirábamos desconsolados como el invento se doblaba y perdía forma con el peso de la bestia ¡Que desaliento! Enseguida lo agarraron y le saqué todas las vendas y aparatos -¿Que vá a hacer Spinelli?- Me preguntó el dueño -Voy a hacer otra prueba- dije sin pensarlo, aunque no tenía la menor idea de como.
Ya en el viaje de vuelta fué tomando forma algo que superaría lo anterior. Construí entonces una férula con hierro acerado de 8 mm de diámetro que era mucho mas fuerte, y le hice algunos agregados que corregían pequeños defectos. La historia resumida es que esta vez sí anduvo bien y logré lo que pretendía inmovilizando esa pata. Viajé ocho veces mas a Lobería para ir corrigiendo y controlando todo durante los 35 días que dejamos puesta la férula.
El día que la sacamos se había vuelto a juntar mucha gente. El animal ya era un amigo. Me dejaba trabajar y meterme entre sus patas como si nada. Al descubrirle la pata y hacer una revisación, lo primero que se notó fué que había desparecido la crepitación en la zona de la fractura. Se notaban los músculos glúteos abultados, y cuando El Santo volvió caminando hacia el potrero, también había una leve cojera, pero parecía que todo andaba bien. Les recomendé especial cuidado en que no hiciera ejercicio alguno y que lo dejaran el tiempo que fuera necesario para que la fractura se consolidara. Pasó tres meses en Lobería y despues otros nueve en un campo cercano a San Manuel donde cada tanto lo iba a ver. El animal fué recuperando el estado que había perdido, y por fin llegó el día de la prueba de fuego.
Justo un año despues del trágico accidente en Ayacucho, lo subieron en una monta especial, en una jineteada en La Numancia. Y allí lo ven a El Santo y a Enrique Iglesias en la foto de arriba, en un día que para mí es inolvidable.

2 comentarios:

  1. Yo estuve en esa jineteada y recuerdo la anciedad de la gente por verlo al Santo,lo que creo es que el dueño no te pago no?y bueno lo importante es la experiencia y la alegria de resolverle el problema al caballo. Saludos!

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  2. Pero que cosa mas campera!! Las alegrias de la profesion!!!!!
    Saludos.. Pariente 2

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