Alcancé a conocer la estancia San Juan de Pereyra Iraola cuando todavía estaba en su esplendor. Era un lugar increíble. Casi un pueblo. Trabajaban más de doscientas personas. Había casas por todos lados, galpones para herramientas, otros para los animales de la cabaña, herrería, almacén, escuela, taller, montes interminables, árboles frutales de todo tipo, maquinarias surtidas, especialistas para cada tarea, y movimiento permanente de gentes y animales.
Celestino Villegas entró de mensual en los años `60. Debe haber sido un mozo bien plantado, porque cuando yo lo conocí todavía era un tipo elegante para montar y prolijo en todas sus pilchas. Me contaba que ahí conoció a Margarita Ramirez, la segunda hija del capataz de hacienda. Parece que se flecharon enseguida, pero Celestino, rústico y apocado, no se atrevía a decirle nada. Pasaron los meses y ya el chico estaba que deliraba de amor, pero en cada ocasión en que se encontraban, la lengua se le hacía un nudo y solo atinaba a mirarla con los ojos prendidos fuego.
Pero el destino quería que se juntaran de alguna forma y llego el día marcado.
Fue un 10 de noviembre. En la estancia se había organizado un desfile para el día de la tradición. Llegaron paisanos de todos los campos de alrededor. Celestino agarró un picaso que era un lujo, y lo ensilló con las prendas de plata y tejido en tientos que le había regalado su viejo. Pero el corazón y la cabeza estaban puestos en Margarita. Se vistió con sus mejores ropas. Bombachas negras, botas impecables, camisa celeste, pañuelo rojo al cuello y sombrero bien requintado. Y quiso lucirse con la muchachita, así que se le sentó al picaso, y en un galopito rodeó las casas para pasar frente a la ventana del capataz, donde estaba asomada Margarita.
Se encontraron con los ojos y se les enredaron las miradas, y así se quedaron embobados, con tanta mala suerte, que Celestino ni vio la rama de lamberciana que, como a propósito, se le cruzo adelante y lo golpeó en el cogote. El picaso se abalanzó y el pobre muchacho se desparramó de espaldas y quedó tendido como muerto.
Margarita salió corriendo y se arrodillo asustada al lado de Celestino, pero el chico no reaccionaba. De pronto ella, juntando coraje, le metió un beso bien gustoso en la boca y pudo devolverle el alma al cuerpo al enamorado.
Se perdieron el desfile, pero ese día se ganaron una pila de besos y abrazos, y ahí nomás arrancaron juntos su camino. Hoy siguen casados. Con cuatro hijos criados y varios nietos se acuerdan a las risas de aquel primer beso.
Celestino Villegas entró de mensual en los años `60. Debe haber sido un mozo bien plantado, porque cuando yo lo conocí todavía era un tipo elegante para montar y prolijo en todas sus pilchas. Me contaba que ahí conoció a Margarita Ramirez, la segunda hija del capataz de hacienda. Parece que se flecharon enseguida, pero Celestino, rústico y apocado, no se atrevía a decirle nada. Pasaron los meses y ya el chico estaba que deliraba de amor, pero en cada ocasión en que se encontraban, la lengua se le hacía un nudo y solo atinaba a mirarla con los ojos prendidos fuego.
Pero el destino quería que se juntaran de alguna forma y llego el día marcado.
Fue un 10 de noviembre. En la estancia se había organizado un desfile para el día de la tradición. Llegaron paisanos de todos los campos de alrededor. Celestino agarró un picaso que era un lujo, y lo ensilló con las prendas de plata y tejido en tientos que le había regalado su viejo. Pero el corazón y la cabeza estaban puestos en Margarita. Se vistió con sus mejores ropas. Bombachas negras, botas impecables, camisa celeste, pañuelo rojo al cuello y sombrero bien requintado. Y quiso lucirse con la muchachita, así que se le sentó al picaso, y en un galopito rodeó las casas para pasar frente a la ventana del capataz, donde estaba asomada Margarita.
Se encontraron con los ojos y se les enredaron las miradas, y así se quedaron embobados, con tanta mala suerte, que Celestino ni vio la rama de lamberciana que, como a propósito, se le cruzo adelante y lo golpeó en el cogote. El picaso se abalanzó y el pobre muchacho se desparramó de espaldas y quedó tendido como muerto.
Margarita salió corriendo y se arrodillo asustada al lado de Celestino, pero el chico no reaccionaba. De pronto ella, juntando coraje, le metió un beso bien gustoso en la boca y pudo devolverle el alma al cuerpo al enamorado.
Se perdieron el desfile, pero ese día se ganaron una pila de besos y abrazos, y ahí nomás arrancaron juntos su camino. Hoy siguen casados. Con cuatro hijos criados y varios nietos se acuerdan a las risas de aquel primer beso.
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