Hay cosas que no tienen demasiada explicación. Es
cuestión de fe. O algo así.
Esa mañana salimos muy temprano al campo, para hacer
unos trabajos de rutina. Se trataba de revisar los genitales de algunos toros,
y recortar las pezuñas de una vaca Hereford que sería presentada en una
exposición cerca de La Dulce.
Ibamos cuatro personas en la camioneta. Mi hijo
Juan, dos “aprendices” y yo. Los aprendices o residentes, son estudiantes a
punto de graduarse, que vienen a hacer prácticas profesionales con nosotros. Esta
vez eran Joaquín, un chico de Bolívar, y Marina, oriunda de un pueblito llamado
Espigas, en la Provincia de Buenos Aires.
La cuestión es que en las tres semanas que llevábamos
conviviendo, Marina había mostrado una especial sensibilidad. Nos habló varias
veces de la inmortalidad y transmigración de las almas, y de la certeza que
tenía de que cada criatura de Dios, tenía un alma propia que ella podía “sentir”
con sus manos.
Nadie reía cuando nos hablaba de estas cosas, aunque
sospecho que nadie le creía tampoco. De todas maneras, eran lindas charlas que
se alejaban un poco de los temas cotidianos.
Pero el día que les cuento, pasó algo increíble. En
el viaje al campo “Las Horquetas”, donde tendríamos que hacer el trabajo, de
pronto una liebre saltó desde la cuneta del angosto camino de tierra, y fue a
dar directamente contra el frente de mi camioneta. Marina pegó un fuerte grito
y me pidió que parara. El animal, muy malherido, con al menos dos patitas
quebradas, se arrastraba penosamente gastando sus últimas fuerzas en alejarse
de nosotros.
Marina caminó hacia ella y se arrodilló en el medio
de la calle. En silencio. Mirando. La liebre se detuvo. Parecía ya terminada.
De pronto, se volvió y alargó su agónico arrastrar, esta vez hacia Marina. Ella
extendió las manos lentamente, el animal se hundió en su abrazo y murió.
Esto duró algunos minutos. Nadie habló. Después la
muchacha depositó el cadáver entre los pastos y volvió a la camioneta.
-¡Tenía un alma buena!- Nos dijo antes de arrancar.