Cuando
Benito Pujol abre la boca se ven clarito los pedazos de dientes marrones que le
quedan, la lengua con una costra amarillenta, tal vez porque vive a mate y papa,
y entre los labios resecos y partidos, se le escapa un olor a resumidero
escandaloso.
Será
por eso que cuando viene a la veterinaria y se acoda a conversar en el
mostrador todos hacemos un prudente paso atrás para lograr una distancia
prudencial.
Cuando
entró a trabajar con Norberto Alonso, el bueno de Don Beto, le aconsejó que,
además del examen físico pre ocupacional, se hiciera una reparación del
comedor. Y allá fue Benito al dentista por primera vez en su vida.
La
salita del pueblo estaba llena de gente, pero como por milagro, cuando Benito
dijo ¡Buenos días!, se abrió un gran espacio en el banco largo de la sala de
espera y el candidato se sentó tranquilamente a matar el tiempo hasta que el
muelero lo llamó.
-¡Cómo
anda Benito!- Saludo canchero el dentista. Pero cuando el paciente abrió la
boca y le devolvió la atención, el profesional supo que sería un caso bravo. Se
puso el barbijo, previamente rociado con un poco de colonia, y se dispuso a
intervenir.
Pero
la boca de Benito era como un pozo ciego. En esos años le quedarían unos ocho
dientes y seis o siete muelas. Pero en pedazos malolientes y podridos. Como
sería de fea la situación que el tipo casi ni se atrevió a meterle siquiera un
instrumental. Entonces, poniendo cara de gravedad, el matasanos le dijo: -¡Vea
Benito! Acá hay que hacer un trabajo con un elemento especial que yo no tengo,
así que mejor es que saque un turno en Tandil y se vaya para allá así lo
atienden bien. Yo no puedo hacer nada-
Y
aunque Benito le pidió que hiciera lo que pudiera, no hubo caso. Lo mando de
vuelta a casa sin tocar.
-¡Que
va`cer Don Norberto!- Dijo Benito cuando volvió -Se ve que el pobre dentista
esta medio pobrón de herramientas y no me pudo hacer nada. En cualquier momento
voy a Tandil. No se preocupe-
Pero
no fue nunca más. Y ya pasaron seis años.
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