A
propósito de estos días de lluvia, pensaba que para el que no conoció otra
cosa, lo más natural es que los caminos sean entoscados y bien cuidados, o
directamente de cómodo asfalto. Pero deben saber que hace algunos años, las
carreteras del país eran pocas, y que los escasos vehículos que circulaban por
inmensas zonas, lo hacían por huellas apenas visibles, calles de tierra
angostas o, muchas veces, cortando por dentro de alguna estancia grande que
“daba permiso”.
En
esos años, cuando se venían estos temporales, sobre todo en invierno que los
días son cortos y pocas las horas de sol, podían pasar semanas sin que la gente
lograra moverse, salvo en los lugares donde ya la vía férrea unía los distintos
pueblos, y los altos terraplenes del ferrocarril sobresalían como espinazos de
ballena, entre lagunas enormes.
Los
mas corajudos, decididos o conocedores, solían largarse igual por esos
andurriales. Abrían huella, que era lo más difícil, tratando de ir derechito
por el medio de la calle y haciendo verdaderas proezas al volante. Así
aprendieron a "sentir" el vehículo, tipos geniales de aquellos años como el gran
Juan Manuel Fangio o los hermanos Galvez.
Yo
hace mucho que aprendí a manejar en el barro. Siendo chico me enseñó mi viejo.
Y me han tocado muchas buenas aventuras, la mayoría de las veces por trabajo.
Recuerdo
una vez que tuve que ir a La Mamita, campo de los Riglos, por el parto de una
vaquillona. Hacía como tres días que llovía, y justo para esa fecha, yo tenía
un turno con el dentista en Lobería. Pronto hice la cuenta de que me convenía
ir a atender la vaquillona, y de ahí seguir por tierra hasta la ciudad, ya que
volver para San Manuel y viajar por el asfalto era mucho más largo. Cargué algo
de ropa para cambiarme por si hacía falta, y salí. A duras penas llegué al
campo. Seguía lloviendo. En esa época tenía un Falcon verde, con motor chico,
que se desempeñaba bastante bien en el barro. A las apuradas sacamos el ternero
y ya todo mojado, me despedí de la gente y encaré para Lobería. Cincuenta
kilómetros de barro me esperaban. El auto se me desbandaba para todos lados.
Varias veces quedé de costado y alcancé a seguir haciendo enormes esfuerzos. Me
caí en un pantano y pude salir paleando barro a lo loco y, después de dos horas
de sudar, pisé el asfalto de la calle que llega a la Escuela Agraria de
Lobería. El auto echaba humo y estaba todo tapado en barro. Solo había un
pequeño lugarcito en el parabrisas al que le iba sacando la mugre con la mano,
porque se me había terminado el agua del zorrino. El escape se rompió en uno de
los barquinazos, así que el auto bandido rugía como un león. Me arregle como pude
limpiándome un poco y calzando ropa presentable, y al rato estaba sentado en
la sala de espera del dentista.
Y
pensar que hace unos meses, un amigo de Mar del Plata me dijo que le encantan
los días de lluvia, porque así puede salir a los caminos alrededor del pueblo,
a jugar en el barro con su 4x4 ¡Como cambian los tiempos!
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