Cuando
se largó a llover tan fuerte, la mayoría de los que habían llegado a pasar un
día de yerra y fiesta en “Los Mimbres”, se treparon a sus autos y camionetas, y
se fueron en caravana. Los 30 kilómetros de tierra hasta la ruta, son un camino
angosto y descuidado, que se pone intransitable en cuanto caen unos pocos
milímetros de agua.
Yo
no tenía mucho apuro en salir. El sábado estaba perdido y me gustó el convite
del viejito Meléndez para tomar mate en el antiguo fogón, pegado al tinglado
donde guardan las herramientas.
“Los
Mimbres” es una estancia de fin del siglo diecinueve. Todo es viejo e
impresionante. Un monte inmenso. Dos galpones gigantescos donde depositaban la
lana después de la esquila de miles de animales. La casa principal, casi un
castillo; y muchas construcciones para
el personal, que en los años de esplendor, eran unas 150 personas, entre
peones, parqueros, domésticas y otros mozos de a pie para distintas tareas.
Meléndez
no es tan antiguo como la estancia, pero casi. Ahí se crió y pasó toda su vida.
Afuera
el agua caía a baldes. Avivó el fuego, cargo el mate de calabaza con yerba, y
nos sentamos a conversar en unas sillitas bajas muy propias de las materas
viejas.
-¡Acá
viví toda mi vida humana!- Arrancó la charla, y se sonrió mostrando la boca
desdentada y la cara plagada de arrugas.
-¿Como
su vida humana? ¿Y qué otra vida tuvo Don Meléndez?-
-¡Vea
dotor! ¡Si tiene un rato le cuento! ¡Es una linda historia!-
-¡Metalé
abuelo!- Le dije mientras agarraba el mate y le daba el primer sorbo.
-Resulta
que hace montones de años yo era un muchachón bastante bien plantado y no me
faltaban mujercitas de todo pelaje. Pero una de ellas, la María Ester, era la
que más me gustaba y con la que a veces
pensaba que llegaría a tener unos lindos gurisitos. Igualmente, el cuerpo me
pedía a gritos seguir correteando por los bailongos, hasta que un día,
volviendo para casa con otra amiga en ancas, me crucé con los padres de María
Ester que habían salido muy temprano en el sulky, a consultar al médico del
pueblo. Ni me saludaron. Y desde ese día se terminó la historia con mi novia. Después
de dos o tres semanas noté que me
empezaba a crecer pelo de perro por todo el cuerpo, me salió después una peluda
cola de perro y de un día para otro, me desperté convertido en un perro negro y
feo. La madre de María Ester era una bruja conocida y tenía un libro de
encantamientos, del que sacaba recetas para hacer todo tipo de males ¡Y a mí me
convirtió en perro! Para vengarse ¿Vió? El asunto es que ahí empezó mi vida de
perro ¡No sabe lo difícil que es acostumbrarse! Caminar en cuatro patas al
principio me pareció muy raro, pero en cuanto me puse baqueano, noté que era más
descansado que andar solamente en dos como las personas. Pasé mucho tiempo casi
sin comer, porque el resto de los perros de la estancia me atacaban como
salvajes cada vez que me acercaba. No me quedaba más remedio que escapar con la
cola entre las patas. De a poco me fui ganando la confianza de un puestero
nuevo. A fuerza de zalamerearlo y seguirlo para todos lados. Yo tenía la
ventaja de que entendía todo lo que me decía, así que cuando el muchacho me
conversaba, yo le contestaba con la mirada o moviendo la cabeza. Me tomó mucha
afición, así que ya la vida se me hizo más fácil. Y ni le cuento cuando me sacó
a trabajar al campo. Yo me desempeñaba mejor que todos, porque conocía de sobra
el trabajo y lo que querían hacer con las vacas. Me hice muy famoso y el
Fabián, que así se llamaba mi dueño, me empezó a llevar al pueblo. Y fue en el
pueblo donde me convertí en una atracción para grandes y chicos. Fabián tiraba
un montón de monedas al piso y me pedía que apartara las de 50 centavos y yo,
con la patita, las iba sacando de a una sin equivocarme. Cuando terminaba, todos
aplaudían y me tiraban las mejores cosas para comer. La verdad es que mis días
de perro no eran tan malos. Pero cuando ya me estaba acostumbrando, pasó lo que
pasó.
Nos
fuimos una tarde al pueblo con Fabián y después de los trucos de costumbre, nos
sentamos en la vereda del club a descansar. Él en una silla y yo a su lado en
el suelo. Allí estábamos muy tranquilos, cuando pasaron dos muchachitas
forasteras que yo veía por primera vez en el pueblo. Lo curioso fue que una de
ellas me miraba raro. Como si yo fuera una persona. De golpe se pararon y se
volvieron hacia nosotros. La que me miraba raro le preguntó a Fabián:
-¿Es
suyo ese perro? ¿De dónde lo sacó?-
Fabián
la miró medio incómodo, porque no estaba acostumbrado a que lo abordaran las
chicas y menos dos pibas lindas.
-¡Sí!
¡Es mío! ¿Porque?-
Entonces
la chica, que no era ni más ni menos que una aprendiz de bruja, le pidió que
las acompañáramos hasta la plaza, donde nadie pudiera escuchar lo que iban a
decirle.
Cuando
llegamos al centro de la plaza del pueblo, la muchacha, hablando en voz muy
baja, le dijo que el perro, o sea yo, no era un perro. Que ella se había dado
cuenta de que era una persona encantada, y que me iba a devolver la forma
humana.
Cuando
escuché semejante cosa, casi me caigo sobre mi cola peluda y empecé a gimotear
y mover la cabeza lastimosamente.
Enseguida
la brujita sacó unos polvos mágicos de una bolsa que llevaba colgada en la
cintura y empezó a hacer conjuros y fumigaciones, mientras los ojos se le
ponían violeta. Y en ese momento y en aquel instante, recobré mi forma humana.
Fabián no lo podía creer, así que no atinó siquiera a moverse, pero las chicas,
al ver mi apostura y encontrarme totalmente desnudo, se quedaron prendadas conmigo.
Me prestaron unos trapos para cubrirme y ahí nomás me pidieron casamiento ¡Las
dos! Porque me veían muy conveniente por
todos los rincones y de la cabeza a los pies.
Y
así fue que tuve dos mujeres y un amigo querido, como el Fabián, hasta que la
muerte me los llevó-
Meléndez
entornó los ojos y de pronto se quedó mirando fijo el fuego. No habló más. Yo no
quería cortar sus pensamientos, así que lo dejé estar mientras tomábamos mate
en silencio. Cuando ya la tarde creció y se hizo grande, entendí que era hora
de volver al pueblo. Afuera seguía lloviendo. Me levanté de la sillita y
Meléndez pareció volver de un sueño.
-¿Vió
dotor? Es una historia de no creer. Otro día le voy a contar las cosas que me
pasaron siendo perro-
-¡Cuando
quiera Don Meléndez! ¡Nos vemos pronto!-
Yo
me volví al pueblo, pero el viejito Meléndez murió a los pocos días.
Discretamente
pregunté a la gente de la estancia si alguno sabía algo de aquella historia,
pero nadie estaba al tanto. Solo un peón tan viejo como Meléndez, cuando quise
sacarle información del asunto, se sonrió como recordando, pero no me quiso contar
nada.
Como estas hay infinidad de historia...
ResponderEliminarMuy buena historia Jorge.
Es verdad Nicolás!!! Hay muchas historias así en el campo y es lindo contarlas!!! Un abrazo
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