-¡No! ¡Cuando se me mete algo en la cabeza no hay
quien me lo saque!- Dijo Ramón Almaraz.
Estábamos esperando que se hiciera la paletita de
cordero en la cocina a leña. Afuera el viento y la lluvia castigaban fuerte. El
temporal nos sorprendió en la mitad del trabajo y Ramón nos invitó a pasar a su
casa. Como los cinco kilómetros, desde la tranquera de “La María Elvira” hasta
la ruta, están bien entoscados, decidí quedarme. Alrededor de la mesa nos
acomodamos con los chicos que había llevado para ayudarme, mientras Ramón se
desempeñaba con el asado y con los cuentos.
-¡Cada vez que entraba en la casa del patrón me le
quedaba mirando al cuadro que tiene atrás del escritorio! ¡No sé porqué siempre
me llamó la atención!- Siguió contando Ramón.
-Es una pintura de un torero. Por lo que se ve es un
chico joven. Yo le calculo unos veinte años. Flaco como una ganzúa. Que le
cuento doctor que el pibe está firme adelante de un toro negro, bestial de
grande. Para mí que pesará como 900 kilos, y con unas aspas así de largas-
Agregó. Haciendo una seña con las manos abiertas y marcando más de un metro de
separación.
-El chico este tiene una ropa un poco rara. Toda de
colores y muy apretada. Yo pienso que no ha de ser muy de a caballo, porque si no,
no se puede vestir así. Pero se ve que es cojonudo porque está parado quietito
mirando al animal a los ojos. Como chumbándolo. El bárbaro ha puesto las manos atrás
y le muestra el pecho a semejante toro. Tiene escondidas una capa y una espada
en su espalda. Y atrás de él, se ve que el estadio ese donde hacen estas cosas,
está lleno de gente ¡Capaz que será un festival o yo que sé!-
-¡Qué bueno Ramón! ¡A mí me gustan las corridas! ¡Que
gente corajuda que son esos tipos!- Le dije, mientras Lorenzo y Fermín seguían
el cuento con los ojos grandes.
-¡Qué le parece doctor! La cuestión es que me pasé
años mirando ese cuadro cada vez que entraba en el escritorio, hasta que un día
que el patrón viajó a Buenos Aires, le pedí permiso a la Palmira, la señora que
le limpia la casa, para entrar yo solito. Me senté en una silla bien enfrente
de la pintura, y me puse a verla muy fijo, hasta que por fin… ¡Me pude meter
adentro!-
-¡Capaz!- Exclamé asombrado, mientras los chicos se
miraban en silencio.
-¡Más vale! ¡Y Dios y el gauchito Gil me iluminaron!
Porque no hago más que entrar en el cuadro, y el toro se le viene al humo al
muchacho. En cuanto agachó la cabeza, me di cuenta que lo iba a ensartar con el
aspa, así que de un salto le di un empujón y el animal pasó entre nosotros como
un colectivo lleno. Ahí nomás se dio vuelta y se me vino a mí, pero yo, paisano
humilde como soy, le saqué la espada al chico, le metí un tremendo planazo en
el medio de la cabeza y lo desmayé. Hay que ver como gritaba la gente. Estaban
enloquecidos, pero la verdad es que no estoy acostumbrado a esas cosas, así que
me retiré enseguida y lo dejé al torero con su público-
Ramón abrió la puerta de fierro del horno, con un
trapo sacó la asadera con el cordero bien dorado y crujiente y lo puso en el
medio de la mesa.
-¡Metanlé nomás!- Nos animó -Yo mientras voy a meter
los perros al galpón-
En cuanto quedamos solos. Lorenzo me preguntó:
-¿Será verdad lo del toro?-
-¡Que se yo!- Le dije -¡Hay cosas misteriosas!-
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