-¡Cuando Camilo se pone loco no hay
Cristo que lo pare!- Me dijo Matilde, mientras yo me subía apurado a la
camioneta, casi sin despedirme.
Desde hacía unos cuantos días, los
perros cimarrones le venían lastimando y matando las ovejas a la gente de “La Cortadera ”. Los salvajes
cruzaban de noche la sierra que pega con el pueblo de Licenciado Matienzo, y
hacían estragos en la majada, dejando muchas lanudas vivas, pero maltrechas,
así que tuvimos que ir varias veces para atenderlas.
Esa mañana llegué hasta la casa de
Camilo Fuentes, el puestero, y su mujer me dijo que hacía dos noches que no
volvía. Se había ido a la sierra dispuesto a terminar con el problema. Ella
tenía miedo porque había oído algunos tiros en medio de la noche, pero no sabía
que era lo que había pasado. Además, estaba el peligro de los cazadores
furtivos de ciervos, que andan siempre por nuestros cerros armados con fusiles
de largo alcance.
En cuanto entré al potrero del
faldeo, me llamó la atención que toda la majada estaba amontonada en el monte,
a unos cien metros de la tranquera. Pero de Camilo ni noticias, así que me
acerqué hasta el pié de la sierra y empecé a recorrer el lote tocando bocina
para ver si lograba que apareciera el morocho correntino.
Son casi trescientas hectáreas que
se alargan contorneando las piedras. Yo miraba, atento al menor movimiento o
cosa rara entre las plantas de curro, hasta que por fin pude divisar un punto
oscuro, metido en una hondonada. Me baje, y a los gritos traté de que, si era
Camilo, me respondiera. Como nadie contestaba, me largué caminando los casi
quinientos metros. Cuando llegué al lugar, encontré el zaino grande del
puestero, todavía ensillado, y un montón de perros muertos alrededor. Quedé
pasmado. Eso era una carnicería. Conté no menos de diez perros de todos los
tamaños y colores, en medio de charcos de sangre negra y seca. De pronto, como
a veinte metros, debajo de una mata de curro, lo vi. Un enorme perro negro, con
ojos de fuego, que miraba atento. En cuanto supo que lo había descubierto, se
paró con trabajo y huyo cuesta arriba. Alcancé a ver que tenía una pata muy
mordida y lastimada. El Mauser de Camilo estaba tirado cerca del caballo.
Me volví a la casa y le conté a la
mujer lo que había encontrado. Llamaron a la policía y empezaron las rastrilladas
por la sierra, pero el pobre hombre nunca mas apareció. Y tampoco el perro
negro.
Me dijeron que algunos perros
cimarrones tienen el diablo adentro y cuando muerden alguna persona se la
llevan con ellos ¡Será así nomás!
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