Acá en el patio de la casa hay
muchas plantas grandes y varios árboles fortachones. Será por eso que se ha
llenado de nidos de distintos pajarracos, que desde temprano, cantan bastante
afinaditos. Hay jilgueros, mistos, zorzales, colibríes, calandrias, pirinchos,
músicos, tordos, benteveos, gorriones, chingolos, torcazas y otro montón de
emplumados, a los volidos por el fondo.
Hace poco volví de correr a la tarde
y me senté a tomar aire debajo del cerezo. Estaba quietito. Piolón y manso. De
pronto bajó un zorzal que conozco bien porque me parece que lo crió un gorrión
que andaba siempre con él cuando era chiquito. Se paró a tomar agua al lado de
la piletita de lona, mientras me miraba de reojo. Se ve que desconfiaba. Al
rato se dio vuelta y quedó mirándome de frente.
Para cortar el momento le dije:
-¡Que buen color que has tomado en
el pecho! Parece que tuvieras un escudo de bronce-
El candidato se infló un poco con el
elogio, aunque me parece que no sabía lo que es un escudo y menos lo que
significaba la palabra bronce.
Y entonces, cosa de mandinga, el
zorzal me hablo. Con voz medio finita pero clara, me empezó a contar varios
secretos de su familia, de cómo habían acampado hace tiempo en mi abeto, de
porqué él se había criado con el gorrión que yo conocía y tantas cosas mas.
Charlamos un buen rato, hasta que me
vinieron a buscar de la veterinaria para atender un perro accidentado con una
trampa de zorros.
Yo abrí los ojos grandes, me
desperecé mientras bostezaba y allá me fui, pensando en cuanto tiempo habría
dormido después de la corrida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario