Mi amigo en su última morada. El basurero municipal
¡Pobre
gaucho! Como dicen en el campo: ¡Murió de repentina!
Mi
lavarropas tenía más de 30 años. Trabajó como un burro siempre sin quejarse,
aunque los ruidos raros que hacía últimamente, tal vez fueran los lamentos del
que sabe que pronto le llegará la guadaña.
Ayer
metí unas sábanas y algunas camisas. Fardo pesado. Lo enchufé y salió andando.
Ya no le funcionaba ninguna perilla. Solo tenía que conectarlo a la red de luz
para que arrancara, y acordarme al rato de desconectarlo para que parara. Viene
a cuento que más de una vez puse ropa a lavar y me fui al campo por alguna
urgencia, sin tener en cuenta de que mi compañero quedaba en sus ocupaciones.
Cuando volvía, a veces dos horas después, lo encontraba todavía batiendo como
un valiente.
La
cuestión es que ayer hizo su último esfuerzo. Lavó de la mejor manera las
sábanas, como siempre, y cuando lo quise hacer andar de nuevo, con un mameluco
lleno de bosta, pegó un grito y se paró. Enseguida largó un humito, fuerte olor a quemado y su cuerpo descascarado y roto se quedó quieto para siempre.
Listo.
Se murió.
A
la tarde lo cargué en la camioneta y lo llevé al basurero.
Cuando
lo bajé, apareció en el fondo de la batea una moneda oxidada de dos pesos, que
seguramente se le desprendió de algún recoveco con los movimientos.
Fue
su último regalo ¡Chau hermano!
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