Micaela Rodríguez estaba parada justo detrás de Beto
en el momento en que el hombre, pleno de fortaleza y decisión, armó el lazo y
comenzó a revolear, esperando a que los bandidos motochorros quedaran a tiro, para
tomarlos en un movimiento inolvidable.
Fueron instantes llenos de tensión. Un voltaje
misterioso y envolvente que atrapó a los ocasionales espectadores de tremenda
captura. Todo duró uno o dos minutos, pero el tiempo pareció detenerse casi a
nada, y correr tan despacio, que cada segundo quedó grabado en la memoria de
todos.
Micaela sintió que su corazón se prendía fuego y no
pudo ya dejar de mirar esas espaldas formidables, esos brazos curtidos y al
hombre todo, que desde ese momento, sería su hombre.
Lo siguió cuando Beto, aprovechando el revuelo de la
llegada y captura de los ladrones, se escabulló del lugar. Con una astucia y
osadía que a ella misma sorprendieron, pudo mantenerse a regular distancia del
fugitivo, hasta ver la casa en la que entró el misterioso enmascarado.
Con la tenacidad y locura que regala el amor desesperado,
en pocos días fue armando el rompecabezas. Supo que la casa había sido de una
viejita que al morir, la dejo en herencia a su único sobrino, Alberto Menéndez.
Se enteró de que el muchacho vivía en el campo, muy cerca del pueblo de San
Manuel. A través de un conocido, averiguó que Alberto había renunciado a su
trabajo un mes antes y que se había mudado a Mar del Plata. Le contaron también
de algunos desarreglos cerebrales que provocó la TV y sus historias, en el bueno
de Beto, pero también se enteró de la fama de hombre íntegro y campero que
había cosechado en sus años juveniles.
Cada dato que capturaba, bordaba un nuevo punto en
el amor imperioso de Micaela. Entonces empezó a espiar sus movimientos. Sus
salidas, sus compras y sus gustos. Y esperó el momento de ver de nuevo en
acción a su héroe.
Dos noches salieron en busca de aventuras. Beto con
su traje de fajina y ella siguiéndolo embobada. Pero no hubo acción... Continuará
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