Llegamos temprano a La Jacinta para atender una vaca
Angus negro, que no paraba de reclamarnos. Ya la tarde anterior había
sentenciado al dueño, Marcelo Menéndez, con que si no nos llamaba para curarla,
iba a saltar los alambrados y a disparar por la calle, hasta caerse muerta de
cansancio. A la noche me llamaron.
La metimos en la manga y la agarramos en el cepo.
-¿Qué pasó gaucha?- Le pregunté
-¿Y yo como puedo saber Spinelli? Si lo supiera ya
les habría pedido a los Menéndez que me trajeran los remedios-
-¿Y desde cuando estás así?-
-Yo no manejo muy bien los tiempos de ustedes, pero
a mí me parece que hace mucho que me enfermé. Lo peor es que ahora todas mis
compañeras del rodeo se ríen de mí y me señalan con la cabeza. Dicen que me
parezco a un animal grandote que anda nadando en los ríos de otros lugares,
porque parece que Aurora, la lechera, pudo espiarlo en la televisión del
tambero-
Me reí divertido: -¡Ah! ¡Te hacen bullyng!-
-¿Cómo dijo Spinelli?-
-¡Nada! ¡Nada! Quedate quietita que te voy a dar una
inyección endovenosa y si todo va bien, en dos o tres semanas vas a estar
recuperada-
La vaca negra cerró sus negros ojos, mientras le
inyectaba la droga salvadora. La largamos de nuevo al campo. Allá lejos se dio
vuelta y me despidió con un gesto agradecido. En cuanto la muchacha ya no pudo oírnos, Juan comento: -¡La verdad que está muy fea! ¡Espero que se mejore!
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