A medida que Evaristo Martínez se fue poniendo
viejo, su espalda cambió de ángulo lentamente. De estar derecha como un asador
en los años mozos, haciendo que Evaristo luciera muy galano sobre caballos
impecables, a la lamentable inclinación hacia adelante con que se mostró en su
vejez. Tanto que los muchachones del pueblo le terminaron diciendo “el
busca-hormigas”.
Allá iba Evaristo haciendo a pie sus mandados
matinales, escasos como corresponde a un jubilado. Tan inclinado al frente que
parecía caerse a cada paso, y haciendo extrañas contorsiones para ver quién era
el que lo saludaba a la pasada, con el típico ¡Uep! ¡Evaristo!, tan propio de
San Manuel.
Nadie lo decía, pero todo el mundo pensaba que el
pobre infeliz ya nada podría hacer en su vida con semejante deformación.
Pero pasó lo que tenía que pasar.
Cuando se jubiló, se vino a vivir a su casita en el
pueblo y se trajo dos caballos que quería más que a sus ojos. Un picazo medio
desecho por el trabajo, y un moro que era su orgullo para enlazar en las
yerras. Los mantenía en los terrenos baldíos, o en alguna quintita de atrás de
la vía, gracias a la generosidad de los vecinos.
Una mañana fue a ver sus animales. Desde hacía una
semana los había metido en un potrerito cerca de la Estación, con bastante
pasto bueno y un rincón plagado de cicuta. Se ve que el moro había andado
extrañando y recorriendo de punta a punta el terreno, porque apareció en medio
del cicutal. Evaristo, siempre agachadito, se metió entre las plantas altas y,
como siempre miraba el suelo, entre unas ramas podridas le llamó la atención un
pedazo de madera. Con el palito que llevaba en la mano removió un poco las
malezas y se dio cuenta que esa madera no era solo un pedacito roto. Trabajosamente
se hincó y empezó a limpiar con sus manos, hasta que apareció completa una caja
de madera y hierro. Contaba Evaristo que en ese momento pensó que era un cajón
de herramientas, pero jamás se imaginó
que al abrirlo se encontraría con pilas de monedas de oro y un montón de cartas
viejas atadas con una cinta.
Loco de contento corrió hasta su casa y se pasó el
resto del día leyendo las 62 cartas que había en la caja. Contaban la historia
de amor de Luciano Garay y Amelia López, casi cien años antes, cuando en la
zona todavía andaban algunos malones. La caja la había enterrado ella, por
miedo a los indios, poniendo a salvo los ahorros de toda su vida y el
testimonio de sus más íntimos sentimientos. Según supo después Evaristo, los
dos murieron lanceados salvajemente por los infieles.
Evaristo se quedó con su “tesoro”. Vendió algunas
monedas, se compró el campito del milagro, y hoy pasa sus tardes en el club
tomando la copa, y jugando al tute con los amigos.
Siempre agachadito. Pero ya no le dicen “el
busca-hormigas”, ahora es Don Evaristo.
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