Hoy no amaneció feo. Amaneció asqueroso. Todo mojado
por una mezcla de niebla y llovizna. Presión altísima y calor, anunciando
alguna catástrofe climática, cosa que ya gritaban ayer las hormigas negras del
jardín mientras yo cortaba el pasto, trotando frenéticas con cuanta comida
podían acarrear. Al rato nomás se descargó el primer aguacero.
¡Qué bueno! Pensé. Tengo toda la mañana para
dedicarme a poner en orden los papeles en la veterinaria.
Pero cerca de las diez de la mañana, me llamó
Roberto para avisarme que tenía una vaquillona que no podía parir:
-¿Podrás venir? Me parece que el ternero tiene la
cabeza para atrás, le metí la mano y no toco nada-
-¡Si Roberto! Enseguida voy para allá y de paso
aprovecho que el día está buenísimo para andar en el campo- Le dije, riendo
para no llorar.
-¡Vamos dotorcito! ¡No se me achique! ¡Ah! ¡Otra
cosa! La vaquillona se me empacó y no la pude llevar a la manga así que la dejé
en el potrero.
Antes de salir me cambié con cuidado en la
veterinaria, poniéndome todo el atuendo de partero, más el equipo impermeable y
las infaltables botas de goma ¡Y salí nomás! El camino de tierra todavía estaba
transitable, aunque bastante resbaloso. Pasé por la casa del campo a buscar a
Roberto, y nos fuimos hasta el potrero, donde estaba esperándonos la
parturienta.
El resto fue pura diversión. Enlazamos, volteamos y
maneamos la vaquita, y pronto supe que el ternero venía de patas y por eso
Roberto no había tocado la cabeza. Lo acomodé para que encajara su caderita en
la de la madre y lo sacamos, ayudándonos con un aparejo para hacer fuerza. El
tipo, un machito, estaba medio ahogado pero vivo, así que después de alguna
asistencia agarró mecha y empezó con los intentos de pararse.
A la vuelta, nos entretuvimos un rato largo tomando
mate y charlando en la casa, mientras la lluvia seguía cayendo incansable.
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