jueves, 15 de junio de 2017

Vida retirada

“Que descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han sido”… dice, al comenzar la Oda a la vida retirada, Fray Luis de León. Lo notable es que esto fue escrito en el siglo XVI, cuando no había electricidad, ni empleo de combustibles fósiles, ni vehículos automotores, ni gas natural. Entonces, ¿Cuáles eran las cosas de la vida en las ciudades que agobiaban al fraile?         En esos tiempos, la actividad física era imprescindible. Casi todos los trabajos eran manuales y demandaban notables esfuerzos. No había llegado la era industrial al mundo, y todos los objetos de uso cotidiano se elaboraban artesanalmente. La agricultura y la ganadería eran trabajos de hormiga. Los viajes se hacían a pie o a caballo. Pocos privilegiados disponían de carruajes más cómodos. Hasta las guerras eran artesanales y los combates se hacían cuerpo a cuerpo con armas blancas. Tal vez por eso la obesidad no era una epidemia mundial y estaba reservada a clérigos sedentarios o funcionarios ricos. También se vivía menos tiempo. El agobio de esos rigores y la falta de medicinas para aliviar casi cualquier dolencia, hacían que vivir más de cincuenta años fuera un premio.
No nos imaginamos cuales serían las cosas que Fray Luis Beltrán veía tan distintas en las ciudades. Tal vez fueran los olores insoportables que despedían los excrementos y la orina humanas, arrojados a las calles desde cualquier hogar, sumados a la bosta de caballos y perros, que solían fundirse en barros pestilentes los días de lluvia. O tal vez le molestara la promiscuidad y la violencia que se mostraban en cualquier rincón. La prostitución, invento viejo, era cosa natural, y las peleas a muerte también. El orden se imponía a palos y la autoridad era la que tocaba en suerte, ya que tampoco había leyes. Solo la voluntad del que mandaba.
Capaz que por eso era preferible la vida retirada en el campo, donde la naturaleza se presentaba menos hostil para un hombre de reflexión.

En nuestros días, las diferencias todavía siguen estando. La vida en las ciudades se ha vuelto más blanda. Ya no se requieren enormes esfuerzos físicos, pero sigue habiendo violencia, prostitución y malestar generalizados. Hay exceso de vehículos. Autos, micros, camiones, trenes y aviones que se enredan en todos lados. No se ve el cielo. Ni las estrellas, ni la luna. En las ciudades solo es posible saber en que cuarto de luna se vive, por las hojas del almanaque,  mientras que en los pueblos o en el campo, todavía hay un contacto más estrecho con la naturaleza, que es la mejor maestra de vida. Aún se anda a caballo o a pie. Se vive rodeado de animales salvajes. Aves, reptiles y mamíferos. Tenemos todo el cielo limpio para admirar y el aire purísimo. Hay menos gente y menos máquinas; y finalmente, se pierde menos tiempo que en las ciudades. Si se calcularan las horas que se desperdician al día en nuestras grandes urbes en viajes al trabajo, colas interminables para todo y tiempo frente a pantallas y dispositivos, veríamos que el porcentaje de actividad provechosa es muy escaso. Estos valores se invierten en los pueblos o en los campos. En ellos podemos hacer buenas huertas, criar animales, caminar alegremente por las sierras, escribir cartas y poemas, dedicarnos al teatro o el baile. Y todo sin apuro. Me gusta el pueblo.

1 comentario:

  1. Hola Jorge. Muy cierto lo que decís!!!
    La tranquilidad del pueblo donde estoy no la cambio por nada, además los chicos tienen otra vida distinta a la de las grandes ciudades.

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