“Que descansada vida la
del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, por donde han ido,
los pocos sabios que en el mundo han sido”… dice, al comenzar la Oda a la vida
retirada, Fray Luis de León. Lo notable es que esto fue escrito en el siglo
XVI, cuando no había electricidad, ni empleo de combustibles fósiles, ni
vehículos automotores, ni gas natural. Entonces, ¿Cuáles eran las cosas de la
vida en las ciudades que agobiaban al fraile? En esos tiempos, la actividad física era
imprescindible. Casi todos los trabajos eran manuales y demandaban notables
esfuerzos. No había llegado la era industrial al mundo, y todos los objetos de
uso cotidiano se elaboraban artesanalmente. La agricultura y la ganadería eran
trabajos de hormiga. Los viajes se hacían a pie o a caballo. Pocos
privilegiados disponían de carruajes más cómodos. Hasta las guerras eran
artesanales y los combates se hacían cuerpo a cuerpo con armas blancas. Tal vez
por eso la obesidad no era una epidemia mundial y estaba reservada a clérigos
sedentarios o funcionarios ricos. También se vivía menos tiempo. El agobio de
esos rigores y la falta de medicinas para aliviar casi cualquier dolencia,
hacían que vivir más de cincuenta años fuera un premio.
No nos imaginamos cuales serían las cosas que Fray
Luis Beltrán veía tan distintas en las ciudades. Tal vez fueran los olores
insoportables que despedían los excrementos y la orina humanas, arrojados a las
calles desde cualquier hogar, sumados a la bosta de caballos y perros, que
solían fundirse en barros pestilentes los días de lluvia. O tal vez le
molestara la promiscuidad y la violencia que se mostraban en cualquier rincón.
La prostitución, invento viejo, era cosa natural, y las peleas a muerte
también. El orden se imponía a palos y la autoridad era la que tocaba en
suerte, ya que tampoco había leyes. Solo la voluntad del que mandaba.
Capaz que por eso era preferible la vida retirada en
el campo, donde la naturaleza se presentaba menos hostil para un hombre de
reflexión.
En nuestros días, las diferencias todavía siguen
estando. La vida en las ciudades se ha vuelto más blanda. Ya no se requieren
enormes esfuerzos físicos, pero sigue habiendo violencia, prostitución y
malestar generalizados. Hay exceso de vehículos. Autos, micros, camiones,
trenes y aviones que se enredan en todos lados. No se ve el cielo. Ni las
estrellas, ni la luna. En las ciudades solo es posible saber en que cuarto de
luna se vive, por las hojas del almanaque, mientras que en los pueblos o en el campo,
todavía hay un contacto más estrecho con la naturaleza, que es la mejor maestra
de vida. Aún se anda a caballo o a pie. Se vive rodeado de animales salvajes.
Aves, reptiles y mamíferos. Tenemos todo el cielo limpio para admirar y el aire
purísimo. Hay menos gente y menos máquinas; y finalmente, se pierde menos
tiempo que en las ciudades. Si se calcularan las horas que se desperdician al
día en nuestras grandes urbes en viajes al trabajo, colas interminables para
todo y tiempo frente a pantallas y dispositivos, veríamos que el porcentaje de actividad
provechosa es muy escaso. Estos valores se invierten en los pueblos o en los
campos. En ellos podemos hacer buenas huertas, criar animales, caminar
alegremente por las sierras, escribir cartas y poemas, dedicarnos al teatro o
el baile. Y todo sin apuro. Me gusta el pueblo.
Hola Jorge. Muy cierto lo que decís!!!
ResponderEliminarLa tranquilidad del pueblo donde estoy no la cambio por nada, además los chicos tienen otra vida distinta a la de las grandes ciudades.