El Rulo Leguizamón se inclinó sobre la cruz de su caballo
overo. Siguió algunos metros agarrado de las riendas, más por instinto que por
otra cosa. El animal, tal vez sintiendo algo raro, de a poco se fue quedando
quieto, en el medio del inmenso potrero de ochocientas hectáreas de faldeo de
sierras, muy cerca de San Manuel.
Así, de a poco, el cuerpo grandote y bruto de Rulo,
se fue deslizando hasta quedar tirado boca arriba sobre el pajonal. El caballo
se retiró dos pasos como para darle lugar, y se paró curioso, mirando a su
compañero caído.
Rulo se sentía bien. Su cabeza ahora estaba
despejada, después de la oscuridad que se le hizo en el momento de más dolor.
Hasta pensó en fumar pero no pudo mover los brazos: ¡Mejor! Pensó ¡A ver si
armo un incendio y me terminan echando! La idea le pareció divertida y una
pequeña mueca, casi sonrisa, le iluminó la cara áspera y curtida.
¡Voy a esperar! Seguro que en cuanto vean que tardo,
van a salir a buscarme. Miró su overo. Un caballo como pocos. Lo consiguió más
de veinte años atrás, cuando era un potro que prometía, cambiándolo por seis
terneros guachos. Los recuerdos se le atropellaban en la cabeza. El día que
entró a trabajar en la estancia. Las charlas y risas con Roberto y Juancho, sus
dos grandes compañeros y amigos. La primera vez que vio a Palmira en la veterinaria.
Ella estaba comprando antibióticos para unos chanchos de su papá. En cuanto lo
miró, quedó fulminado para siempre por sus grandes ojos negros. Al tiempo se casaron
y nacieron los tres chicos. La luz de sus ojos. Ramoncito y Abel, tan camperos
y buenos paisanos y Lucía, la chiquita. Intentó mover una pierna. sintiendo que
ella aún jugaba al caballito en su rodilla. Cuando murió Palmira, junto con un
pedazo de su corazón, lloró como nunca lo había hecho desde que, siendo muy
chico, se quebrara la pierna al caerse del enorme eucaliptus. Se puso a hacer
cuentas, pero no se acordó de más de tres o cuatro visitas al médico. Siempre
con fuerzas, siempre con ganas de salir adelante. Con fríos machazos, lluvias,
granizos, temporales de viento y sequías que rajaban la tierra. Siempre el
Rulo. Cuidando vacas, arreglando alambres, manteniendo aguadas y molinos,
punteando esas quintas enormes que le daban verdura a toda la familia…
¡Otra vez el dolor! ¡La pucha! ¿Qué será? ¡Y bueno!
Voy a tener que ir al médico nomás ¿Por qué no me podré mover? Le voy a pedir a
Lucía que me prepare la ropa de salir y esta tarde nos vamos al pueblo para que
me revisen ¡Justo hoy que tenía que carnear los dos corderos para el domingo!
Los voy a dejar a los chicos. Ya están baqueanos. De última no festejo nada.
Ellos insisten con que sesenta no se cumplen todos los días ¡Ya está! ¡Ya pasó!
No me duele nada. Mejor voy a dormir un ratito hasta que me encuentren.
Los caranchos empezaron su trabajo casi una hora
después. Primero los ojos. Pero ya Rulo estaba muerto.
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