Un caso raro fue el de
Adrián Delgado. Entró a trabajar en “Los Eucaliptus”, cerca de Licenciado Matienzo,
después que lo despidieron a Ramón “Cañita” Quintana, un pobre gaucho que
parece que quiso abusar de la cocinera.
Adrián era muy amigo de
Ramón, así que a los pocos días se encontraron en el boliche de Miguel, y entre
copa y copa, Ramón le contó que la fulana, una mujer algo mayor pero sabrosa, con
fama de adivina y curandera y de nombre Hortensia Cuevas, lo había querido
engualichar. Como andaba enamorada del chico, le puso unas bombachas perfumadas
debajo de la almohada, capaces de poner en llamas a cualquiera. Cuando Ramón
encontró el regalito, se encaró enojado con la mujer, y esta no tuvo mejor idea
que empezar a quejarse y a gritar que la estaban queriendo violar. Ese mismo
día lo echaron del trabajo.
-¡Estará resentido!- Pensó Adrián, mientras volvía
para la estancia a caballo, repasando el cuento del amigo.
Al día siguiente, picado por la curiosidad, esperó
que los demás peones se retiraran del comedor para dormir la siesta y se fue
hasta la cocina, donde Hortensia lavaba la pila de platos. Debajo de la mesada,
dormía Cocinero, un perro amarillo y regalón.
En cuanto Adrián empezó con las preguntas, Hortensia
se puso furiosa y le dijo que se dejara de molestar, pero el muchacho,
juguetón, siguió chanceando, hasta que de pronto, la tipa agarró una especie de
tenedor largo y apuntando a la cara de Adrián, empezó a recitar cosas en voz
baja, mientras los ojos se le saltaban de las órbitas y parecía que largaban
chispas.
El asunto fue que por la enorme magia de la bruja,
el espíritu de Adrián se mudó al cuerpo de Cocinero, el perro gordo. Y empezó
la vida de Adrián como perro. Al principio le costó. Sobre todo caminar y
correr en cuatro patas, pero el resto no fue tan malo. Comía todo el día. No
trabajaba nada y pronto se hizo famoso entre la peonada porque cuando jugaban
al truco, sabía pasar las señas del as de espadas y el de bastos, al jugador al
que quería ayudar, con lo que se ganaba raciones extra de dulces y golosinas.
Pero todo tiene un final. Un día cayó de visita a la
estancia una de las hijas de Hortensia, casada con un milico más malo que
la peste. Esa tarde, la chica estaba bañándose toda desnuda en el tanquecito de
atrás de la casa, y justo pasó el Cocinero en camino hacia la manga. En cuanto
la muchacha lo vio, pegó un alarido tremendo y tapándose malamente las
vergüenzas, llamó a su marido el milico, diciéndole que un hombre la estaba
espiando. Es que ella tenía los mismos poderes que la madre, y se dio cuenta
enseguida que eso no era un perro, sino
un hombre transformado.
El milico cazó al Cocinero del cogote y teniéndolo
en alto, aguantó con los ojos cerrados mientras su mujer deshacía el conjuro y
el espíritu de Adrián volvía a su propio cuerpo, en una cama del hospitalito,
donde lo habían internado por un estado comatoso inexplicable, casi seis meses
atrás.
Esta historia anda contando el muchacho desde
entonces, pero nadie le cree.
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