La semana pasada murió Carlos Báez. Lo encontraron
caído en la cocina del rancho donde pasó sus últimos 30 años. Medio comido por
los peludos. Sobre todo los dedos y parte de la cara.
Lo conocí apenas llegue a San Manuel. Siempre me
pareció un hombre cabal. Serio pero juguetón, trabajador incansable, inmune al
frío o al calor, contento con las poquitas cosas que tenía, y rodeado por
perros de todos los colores.
Nadie supo nunca sobre su pasado. Si tenía mujer,
hijos o parientes, ni de donde había venido.
Llegó un día a la estancia y dijo que si le daban un
lugar para dormir, el haría cualquier trabajo que le pidieran. Y cumplió. Tanto,
que al año de estar allí, el patrón le asignó un sueldo y un trabajo fijo.
Carlos le retribuyó con una lealtad inquebrantable.
Tal vez por eso se atrevió con los cuatro ladrones que entraron un sábado a la
noche en la estancia, hace casi dos años, creyendo que no había nadie. Los
tipos se acercaron al chalet en una vieja camioneta, y cuando estaban tratando
de forzar la puerta con una barreta, Carlos les pegó el grito desde atrás de un
árbol. El pobre estaba armado con una escopeta calibre 28 de un solo tiro, así
que cuando los cuatro asaltantes se desparramaron corriendo para todos lados,
Carlos solo alcanzó a tirar una vez al que estaba más cerca. Es sabido que una
escopeta, sobre todo con cartuchos con munición chica, no hace mucho daño más
allá de los veinte metros, así que de nada sirvió ese tiro. Uno de los
ladrones se acercó a Carlos por detrás y le tiró tres balazos con un revolver,
dejándolo por muerto.
Todo el revuelo hizo que los tipos se escaparan sin
robar nada, tal vez temiendo que hubiera más gente en el campo. Increíblemente
Carlos se salvó. Lo encontró el patrón cerca de la una de la mañana, cuando volvió
del pueblo, y lo llevó de urgencia al hospital de Lobería.
Se salvó, pero su salud quedo quebrantada. Se fue
apagando despacito como una vela, hasta que se entregó.
Ya debe estar pidiendo cualquier trabajo en los
campos del cielo.
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