Hortensio Guzmán siempre fue un productor lechero de
avanzada. Asesorado por los mejores expertos, y habiendo leído casi todas las
publicaciones de vanguardia, se consideraba a sí mismo un ejemplo para los
compañeros de la misma actividad.
Por eso, cuando la nueva enfermedad comenzó a azotar
a todos los rebaños conocidos, tanto de leche como de carne y de todas las
razas posibles, rebuscó la opinión de sus consejeros y decidió tomar medidas
drásticas con sus dos mil vacas lecheras.
Trabajosamente construyó un “enrejado eléctrico”,
poniendo a cada vaca en una mínima parcela delimitada por electropiolín. A cada
una le colocó un recipiente para el agua y otro para la comida, y día tras día
se encargó de repartirles su ración.
A pesar del aislamiento, las vacas fueron enfermando
lentamente. Cada afectada era llevada con todos los cuidados a un lazareto,
donde se la atendía sin medir los gastos.
Nada parecía detener a Hortensio en su afán de
salvar a sus vacas.
Pero poco a poco, todo fue mermando. Las fuerzas de
Hortensio y sus ayudantes ya no eran las mismas. Les costaba levantarse para
dar de comer y beber a dos mil vacas por día y además, atender a las enfermas.
Tenían el cuerpo molido.
Se fue terminando la reserva de pasto y no había
posibilidad de comprar más, porque las vacas no producían y ya no entraba
dinero en el tambo. Empezaron a elegir cuales comerían y cuáles no, hasta que
un buen día, las famélicas y desesperadas lecheras, arremetieron contra los
alambres electrificados, destruyendo para siempre el prolijo trabajo de
Hortensio. Y no pararon de correr por el campo buscando no se sabe qué, porque
ya la gente no podía hacer más nada.
Después de algunas semanas, la enfermedad terminó
tan de golpe como había empezado, el virus había circulado sin mayores consecuencias
por casi todas las vacas. Algunas enfermaron más gravemente pero se
recuperaron, y solo murieron por la peste dos vacas de las dos mil del campo.
Pero el tambo había muerto para siempre.
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