Aprendí muchas cosas de Juan Diez. Lo conocí apenas llegué al pueblo. Era un tipo con una enorme energía. No muy alto, robusto, gritón, trabajador incansable, perfeccionista en todo y prolijo con su ropa, con su campito y con su vehículo.
Nació por acá cerca, y en la zona se crió trabajando como un burro, hasta poder tener su pedacito de tierra y una linda casa en el pueblo.
Yo llevaba años de andar a caballo en arreos, traslados, recorridas y viajes. Hasta había intentado alguna jineteada, pero ese día que Juan me pidió que le ayudara a encerrar unas vacas, me sorprendió cuando al llegar de vuelta a la casa y bajar a tierra para desensillar, me dijo así mandón como era:
-¡Subí de nuevo a caballo!- Yo volví a montar obediente y siguió -¡Baja!- Yo bajé -¡Subí de nuevo!- Y yo subí -¡Volvé a bajar!- Y cuando bajé ya medio fastidiado, sentenció: -¡Que lo parió! Ni siquiera te sabés bajar bien del caballo- Y enseguida me mostró cual era la forma más campera de poner el pie en tierra. Y me enseñó a trabajar con la hacienda en la manga usando unas varas largas de eucaliptus, costumbre que conservo hasta hoy porque no he visto cosa mejor, me mostró la diferencia entre un lote sembrado por un tipo que sabe y otro que no, me largó algunos secretos como para que la marca a fuego en un animal quede perfecta, como carnear de la mejor manera un cordero y montones de cosas así.
Además, era un hombre bailarín, contador de cuentos y el más divertido a la hora de una fiesta, pero con una enorme sensatez en el momento de opinar sobre las cosas de la vida.
En realidad este no era el tema en el que pensé cuando me decidí a escribir algo de Juan. El tema era que ayer escuche que hablaba un tipo sobre la necesidad de viajar por el mundo, conocer distintas gentes y lugares, ver otros paisajes y probar comidas exóticas para “tener abierta la cabeza” y ser más sabio. Esto es como una verdad revelada y no es la primera vez que oigo un comentario así, pero cada vez que pasa eso, enseguida me acuerdo de Juan y del día que me contó, mientras tomábamos mate al lado de su cocina a leña, que él, lo más lejos que había viajado era a Mar del Pata. Ni siquiera llegó a conocer Buenos Aires, y sin embargo, tenía más sabiduría y buen juicio que muchos que se lo han pasado dando vueltas por el mundo.
Nació por acá cerca, y en la zona se crió trabajando como un burro, hasta poder tener su pedacito de tierra y una linda casa en el pueblo.
Yo llevaba años de andar a caballo en arreos, traslados, recorridas y viajes. Hasta había intentado alguna jineteada, pero ese día que Juan me pidió que le ayudara a encerrar unas vacas, me sorprendió cuando al llegar de vuelta a la casa y bajar a tierra para desensillar, me dijo así mandón como era:
-¡Subí de nuevo a caballo!- Yo volví a montar obediente y siguió -¡Baja!- Yo bajé -¡Subí de nuevo!- Y yo subí -¡Volvé a bajar!- Y cuando bajé ya medio fastidiado, sentenció: -¡Que lo parió! Ni siquiera te sabés bajar bien del caballo- Y enseguida me mostró cual era la forma más campera de poner el pie en tierra. Y me enseñó a trabajar con la hacienda en la manga usando unas varas largas de eucaliptus, costumbre que conservo hasta hoy porque no he visto cosa mejor, me mostró la diferencia entre un lote sembrado por un tipo que sabe y otro que no, me largó algunos secretos como para que la marca a fuego en un animal quede perfecta, como carnear de la mejor manera un cordero y montones de cosas así.
Además, era un hombre bailarín, contador de cuentos y el más divertido a la hora de una fiesta, pero con una enorme sensatez en el momento de opinar sobre las cosas de la vida.
En realidad este no era el tema en el que pensé cuando me decidí a escribir algo de Juan. El tema era que ayer escuche que hablaba un tipo sobre la necesidad de viajar por el mundo, conocer distintas gentes y lugares, ver otros paisajes y probar comidas exóticas para “tener abierta la cabeza” y ser más sabio. Esto es como una verdad revelada y no es la primera vez que oigo un comentario así, pero cada vez que pasa eso, enseguida me acuerdo de Juan y del día que me contó, mientras tomábamos mate al lado de su cocina a leña, que él, lo más lejos que había viajado era a Mar del Pata. Ni siquiera llegó a conocer Buenos Aires, y sin embargo, tenía más sabiduría y buen juicio que muchos que se lo han pasado dando vueltas por el mundo.
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