¡Qué
bárbaro! Está haciendo un frío grande por estos lugares. Se han helado hasta
las ramas bajas de los eucaliptus. Casi todas las mañanas se ve el campo
blanqueando y el lomo de los animales con escarcha fina. Ellos comen como si
nada. No le dan pelota a la temperatura. Anteayer me tocó salir antes del
amanecer. Tenía que hacer una necropsia a una vaca muerta en la tarde anterior.
Llegué al campo. Me puse un pulover de lana gruesa sobre la ropa, y después el
mameluco. Me calé la gorra hasta las orejas y caminé los cincuenta metros hasta
el lugar donde la candidata se había despedido del mundo. Quise sacar agua de
una bebida pero no pude romper el hielo. Me empezaron a doler los dedos de las
manos, así que no perdí tiempo en ponerme a trabajar justo cuando el sol rayaba
en el horizonte. Apenas podía sostener el cuchillo y el aliento se quedaba a
las vueltas alrededor mío, convertido en nubes de vapor.
De
a poco fui prestando más atención a las lesiones y menos a la frescura del día.
La pobre vaca tuvo una hipomagnesemia aguda y no aguantó el chiste. Ahí quedó
un ternero casi a término sin nacer, y una vaca menos en el número total del
rodeo de Martínez. Cosas del campo.
Cuando
terminé me acerqué al tanque australiano y pude sacar algo de agua porque el
hielo era más fino que en la bebida. Ya no se sentía el frío. Y cuando me subí
de nuevo a la camioneta para ir hasta el próximo trabajo, mis manos estaban
otra vez coloradas y tibias.
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