Bartolo
era un chico muy bandido. Vivía con sus padres y seis hermanos en la estancia
“El Mangrullo”, cerca de La Dulce. Su papá era mensual y la mamá trabajaba en
la casa principal.
Como
en toda familia grande de campo, era la madre la encargada de encaminar a los
chicos a sopapo y chancletazo limpio. Cuando el padre se sacaba el cinturón
para algún correctivo, ya los jóvenes culitos llevaban diez palizas de ventaja
de parte de la progenitora.
Bartolito
era el más beneficiado porque no pasaba día sin inventar alguna macana.
Jineteaba los terneros guachos deshaciendo el lomo de los pobres animales,
cascoteaba las palomas rompiendo vidrios y abollando máquinas, ataba latas
vacías a la cola de los gatos, rociaba el lomo de los perros con sulfuro, solo
para verlos disparar a los gritos, y mil travesuras más.
Pero
un día se pasó. En su afán de superarse en las hazañas, explicó a sus hermanos
que él era capaz de manejar el falcon nuevo de papá. Esperaron la hora de la
siesta, en pleno verano, y se escaparon por la ventana sin hacer ruido.
Corrieron hasta el galpón donde estaba el auto flamante, debajo de una lona. Lo
desvistieron y se acomodaron excitados en los asientos interminables de la
máquina. Y Bartolito al volante. El muy bestia lo único que tenía claro, en sus
inocentes nueve años, era que el motor se arrancaba girando la llave de
contacto, así que les pidió silencio a todos y con cuidado hizo la maniobra. El
noble Ford, que había quedado en cambio, al arrancar, empezó a dar saltos hacia
adelante a lo loco. Los mellizos mas chiquitos empezaron a gritar, mientras
Bartolito enfrentaba la situación, fija la vista al frente, hasta que dieron de
lleno contra el sulky, haciéndolo pedazos, y se estrellaron contra la pared.
Con
semejante despelote, al ratito cayeron los padres. Como es lógico, la primera
en darse cuenta de lo que había pasado fue mamá, así que lo agarró fuerte a
Bartolito de la oreja y lo sacó al patio casi en el aire. Pero antes de que
empezara la paliza, el bandido consiguió escaparse, corrió derechito al molino
y se trepó hasta lo más alto de la torre, rápido y ágil como un gato.
Lo
que nadie se esperaba, era que desde arriba, el muy caradura, les gritara a los
padres que si le pegaban, se iba a matar tirándose de cabeza. El sainete duró
hasta la noche. Lo venció el hambre. Igual se trago unos cuantos azotes cuando
bajó, pero ya sin tanto entusiasmo
Y
en la zona quedó el dicho… “Loquito el muchachito… lo retó la madre y se quiso
matar”
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