Hace muchos años conocí a Rogelio
Santos. Era un gran pedazo de hombre, muy negro y fornido. Con la cabeza llena
de rulos mugrientos y la gorrita de vasco que parecía pegada con la grasa. Pero
así como era de enorme y sucio, era más bueno que una compota. Nunca había ido
al médico y en esos años ya iba para los cuarenta de vida. Tal vez por eso le
costó tanto a Javier Martínez, el dueño del campo, convencerlo de que tenía que
tratarse la terrible otitis que no lo dejaba ni dormir desde hacía varios días.
Por fin Rogelio accedió y llevaron
al doctor hasta el campo para que lo revisara. Después de un buen estudio, el
médico, famoso en el pueblo, le recetó seis supositorios con antibiótico, y ahí
nomás le encajó una inyección para ir atacando los gérmenes.
Terminado el trabajo, Martínez
invitó al galeno a tomar unos mates en la casa grande. En eso estaban cuando se
apareció la mujer de Rogelio toda agitada a decirle al médico que su marido
estaba en un grito y se daba la cabeza contra las paredes.
-¡Anafilaxia!- Dijo el médico,
temiendo que la inyección aplicada le hubiera provocado una reacción indeseable
al pobre hombre. Agarró el maletín y salió corriendo para la casa de los
Santos. Martínez corrió detrás.
Cuando llegaron, se lo encontraron a
Rogelio aullando de dolor. El doctor lo calmó un poco, lo sentó en la cama
grande y entonces pudo ver una puntita del supositorio que le asomaba del
agujero del oído enfermo. El muy bestia se lo había metido en la oreja y con el
calor del cuerpo el elemento se empezó a derretir goteando grasa hacia adentro.
-¡Pero Rogelio! ¿Te metiste el
supositorio en la oreja?- Pregunto el doctor con toda calma.
Y el pobre doliente, desencajado por
el sufrimiento y dejando de lado la cortesía le grito:
-¿Y donde quiere que me lo meta? ¿En
el culo?-
-¡Y sí!- Dijo el médico. Y salió al
patio prudentemente para poder reírse a gusto.
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