Parece que la especie humana ha
entrado en un ritmo de evolución fantásticamente rápido. Recuerdo una clase de
sociología rural y extensión en la Facultad, donde un buen profesor, Alberto De
Diego, mostró un cuadro que representaba los grandes hitos en el progreso de la
humanidad. Los intervalos entre estos, al principio se medían en miles de años,
por ejemplo entre el fuego y la rueda o entre la rueda y el uso de los metales.
Lo grande es que en los siglos XIX y
XX, todo empezó a acelerarse. La luz, la aviación, el teléfono, el cine y
tantas y tantas cosas que se sucedieron en relativamente poco tiempo.
Hoy, en pleno siglo XXI, los avances
se miden en años, e incluso en meses. Hay un progreso técnico de vértigo ¿Hasta
cuándo? Todo es breve, intenso. Se cuestiona la autoridad y los pocos valores
que quedan en pie. Las comunicaciones de todo tipo nos llenan la cabeza de
ruido y dejan poco espacio para pensar.
Frente
a los dilemas morales cuesta mucho tomar decisiones. Siempre que alguien se
planta convencido, surgen voces que lo contradicen con igual convicción. Y esto
en una sociedad con muchas cosas en común. Imaginen lo que pasa cuando se trata
de individuos de distintas culturas.
Temas
como el matrimonio igualitario, la eutanasia, el aborto, la pena de muerte, el
poliamor y otras variantes o la educación, despiertan encendidos cambios de
opiniones.
Uno
mira, siente los cambios y escucha hablar y hablar a tanta gente, pero la
verdad es que noto mucha más convicción en los que viven cerca de la tierra. Parece
que están en “modo naturaleza”. Para ellos todo es más simple. Sin vueltas.
La
vida, la muerte y las relaciones se viven más fácil en “modo naturaleza”. Los
animales inspiran y nos guían. Son pacientes, resignados, corajudos cuando hace
falta, familieros y buenos compañeros. No dudan. Hacen lo que hay que hacer y
listo.
Deberíamos
mirar más al campo, su gente y sus bestias, para tener buenos ejemplos.
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