La
veterinaria es una profesión a la que no le encuentro parecido con nada. Uno vive al
aire libre. En el campo. Siente los fríos y los calores y va amoldando el
cuerpo a ellos. Hace fuerza permanentemente y ejercita hasta el último musculo
de su osamenta. Corre, se mueve y salta en mangas y corrales. Y todo esto dura
horas y horas de trabajo. Y transpira, y canta, y charla de mil cosas, y se ríe
casi siempre con los mismos temas que ocupan al sector masculino.
Al
estar en un pueblo, se llega al lugar de trabajo en poco rato y sin tránsito en
las callecitas de tierra. Solo algún camión que nos detiene atrás de una pared
de tierra voladora en época de cosecha, o alguna máquina que busca el momento
para dejarnos pasar en cuanto el sendero se ensancha.
Se
come carne muy seguido, verduras de la zona y de estación, mucha fruta del
montón de árboles que se encuentra por el campo, y algunas perdices cazadas al
vuelo o bagres del arroyo bien hechos en milanesa. Y en estos días empiezan las
carneadas de chanchos así que empezarán a llegar los chorizos y salamines que
alegran las nochecitas de invierno acompañados por buen vino tinto.
Además
estamos obligados a leer todo el tiempo, a redactar informes, a estudiar casos
difíciles y a pensar con intención, que sería concentrarse en un punto y tratar
de verle todos los costados sin distraerse. Porque hay que decirlo. El clínico
y cirujano de grandes y pequeños animales, debe hacer un notable esfuerzo
intelectual si quiere desempeñar su tarea con honor.
Se
madruga fuerte. En verano cuatro y media, o cinco de la mañana, y en invierno
las seis, son los horarios más habituales, siempre y cuando uno no tenga que
hacer algún trabajo en un tambo, que empieza el ordeño a las tres de la mañana.
Así que vemos salir el sol casi todos los días y se nos llenan los pulmones del
aire fresco del amanecer.
¿Qué
más se puede pedir?
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