Se sentó en un banquito bajo, hecho
con caderas de vaca, unidas con un cuero de toro negro. Se lo veía viejo y
cansado. Las manos gruesas, grandotas, con la piel brillosa y curtida. Los ojos
chiquitos. Medio blancos. Con los pelos y la barba ralos y entrecanos. Las
puntas de sus botas rotosas casi juntas sobre el piso de tierra. Hablaba acariciando suavecito el mate
galleta muy gastado.
-¡Y si! ¡Fue una historia triste!
Creo que se conocieron allá por el año 42. Él venía de lejos. Un tipo muy
viajado. Era alto, pintón, orgulloso. Medio engreído. Y ella, pobrecita, recién
salida del cascarón, apenas había conocido los campos de la zona. En cuanto lo
vio, le pareció que se desmayaba de amor.
Creo
que a él también le gusto de entrada, porque desde el primer día le revoloteó,
haciéndose ver, hasta que se la ganó.
Hacían
linda pareja. Yo los veía seguido porque en ese tiempo trabajaba en la Estancia Los
Cerrillos, donde ella se había criado, y me hice medio amigo. En los meses que
siguieron, el cariño largó frutos porque tuvieron dos lindos mellizos. Daba
gusto verlos. En cualquier momento del día se encontraban y cruzaban algún
picotazo.
Pero
se ve que el tipo no era de quedarse quieto, y antes de la entrada del primer
invierno la convido a volar para sus pagos, así que juntaron sus poquitas cosas
y se fueron sin despedirse, con sus dos crías todavía chiquitas.
Resulta
que en el campo vecino vivían los chicos de Barragán. Muchachitos indomables y
herejes con cuanto bicho se les cruzara. En cuanto mis amigos, los cuervos,
cruzaron volando por sobre el monte, les tiraron con sus rifles de aire
comprimido. Bajaron al macho y a uno de los pichones, y a la hembrita le
rompieron un ala para siempre.
¡Una lástima!- Terminó el viejo. Dio
un sorbo largo al mate y se quedó mirando el fuego calladito. Yo no dije nada.
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