Hace un tiempo tuve que atender una tortuga. Resulta que el dueño se puso a hacer limpieza en el enorme jardín que tiene detrás de la casa. Las ramas, hojas y basura que encontraba las iba amontonando en un rincón. Cuando terminó prendió fuego la pila y se sentó a tomar mate tranquilo. Me dijo que de pronto vio un bulto negro que se movía en un costado de la fogata. Cuando lo sacó con el rastrillo, se encontró con que era Ramona. Su tortuga. Y llegó corriendo a mi casa con Ramona carbonizada, pero viva, dentro de una cajita. Me explicó lo que había pasado y se despidió diciendo: -¡Te la dejo! ¡No la quiero ver sufrir!- Así que me senté un buen rato frente a la caja, mirando a la pobre bicha hasta que oí un susurro. Me acerqué todavía más y pregunté: -¿Vos me hablaste? -¡Claro!- Dijo Ramona con un hilo de voz -¡Soy yo! Y lo que dije fue ¡Que boludo que es este hombre! ¿O no sabe que en esta época las tortugas estamos medio dormidas por el frío? ¡Por favor dotor! (ya les conté que los animales amigos me dicen “dotor”) Deme algo porque me duele todo…- Y después de semejante esfuerzo se le cerró el único ojo que le había quedado presentable y no habló más. En los cinco días siguientes trabajé mucho con Ramona. La tenía sumergida largas horas en un baño con electrolitos, le dí analgésicos y un montón de cosas más. Por momentos se animaba y abría el ojo. Yo le hablaba todo el tiempo pero no contestaba. Solo movía pesadamente la cabeza de arriba hacia abajo. Y una mañana la encontré muerta en su cajita. Se había ido para su cielo tan despacito como vivió. Y no dejó rastros en el mundo. Ni hijos, ni recuerdos, salvo este pequeño escrito y el remordimiento incalculable de su dueño.
lunes, 4 de abril de 2011
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