No es lo mismo oír el griterío desaforado de un montón de hormigas maleducadas, que sentir el hablar acariciante y melodioso de una yegua zaina malacara, como la que me conversó esta mañana en el campo de los Aguirre. Acá nomás. Muy cerca de San Manuel.
Como
negarlo. La dama tiene sus encantos. A pesar de ser algo entrada en años, luce
graciosamente un cuello arqueado y sutil, unas grupas poderosas y un pecho
franco y generoso.
Juan
Aguirre me avisó por teléfono que la viene notando decaída desde hace unos días
y que me la dejaba encerrada en el callejón de la manga, para que yo la revise
en el momento que pueda. Pasé a verla cerca de las 10 de la mañana. Ya les he
contado que cuando nadie los escucha, los animales me hablan de cuanta cosa se
les ocurre, y esta vez, fue la zaina la que me saludo contenta:
-¡Hola
dotor! ¿Cómo anda? ¿Le avisó el jefe que me venga a ver?-
-¿Que
decís amiga? ¡Sí! Esta mañana me llamó Juan para decirme que hace días que te
nota caída ¿Qué te anda pasando?-
Ya
que estamos les digo que es una gran comodidad que los animales me cuenten sus
dolores, penas y aflicciones. El trabajo se me hace mucho más fácil que al
resto de los veterinarios, que no pueden conversar con sus pacientes.
-¿Y
qué me va a pasar dotor? ¿Cómo estaría usté con un palo clavado entre las
muelas y sin manos para poder sacarlo? ¿Quiere ver?-
-¡Y
sí! ¡Mostráme que es lo que tenés!-
La
yegua zaina abrió bien grande la boca y allá al fondo, clavada entre los dos
últimos molares inferiores del lado izquierdo, alcancé a ver una astilla del
tamaño de un dedo meñique, apenas asomando en medio de una gigantesca
inflamación de la encía.
-¡Ajá!
¡Es así nomás! ¡Tenés un gran trozo de madera incrustada ahí en la boca! ¡Si te
animás te la saco enseguida!-
-¿Cómo
no me voy a animar dotor? Le prometo que si me saca esa porquería le doy un
beso grande, ya que no puedo abrazarlo- Me lo dijo con semejante voz de
teleteatro, que les juro que se me pusieron de punta los pelos de la nuca.
Mientras
preparaba las cosas, llegó Juan Aguirre y le conté rapidito lo que pasaba.
-¡Que
bárbaro Jorge! ¿Cómo encontraste el problema tan rápido?-
-¡Son
años!- Le contesté sin darle demasiadas precisiones, mientras la zaina me
guiñaba un ojo.
En
un ratito pude sacar la astilla y el resto fue un trámite. Le apliqué
antibióticos y antiinflamatorios, y mientras cargaba las sogas que usé para
manearla, la zaina me dijo bajito:
-¡Te
debo el beso!-
¡A
la pucha! Pensé yo.
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