Hace varios años participé en dos ediciones del premio Rolex a la iniciativa con trabajos bien originales. En la primera no tuve suerte, pero en la segunda, donde intervinieron casi 10000 creadores de todo el mundo, nuestro ensayo de un nuevo tipo de dentaduras postizas para bovinos, fue seleccionado para presentar en un libro junto a otros 200 temas.
Cuando me enteré del premio me llené de alegría, pero lo grande fue cuando casi dos meses después, recibí un llamado telefónico de la secretaria de unos de los capitostes de la organización Techint. Según me dijo, la empresa había recibido el famoso libro y el Ingeniero B. necesitaba verme. Me citaron en sus oficinas en el piso veintipico de una lujosa torre en Puerto Madero.
En aquellos primeros años de profesión, me movía en un viejo Citroen 3CV modelo 74, y en él viajé hasta Buenos Aires para la entrevista. Al llegar lo estacioné al pie del edificio, entre montones de lujosos vehículos a los que mi potro enfrentó con valentía. Subí en un enorme ascensor, serenito como una malva, y después de saludar a la recepcionista, me hicieron entrar en una oficina más grande que mi casa, con enormes ventanales por los que se veía el río. Allí me encontré por fin con el Ingeniero en cuestión.
Me atendió muy amablemente. Me convidó un café mientras que me explicaba que les había interesado mucho mi trabajo y ahí nomás me propuso empezar a hacer algo con ellos, poniendo mis dentaduras a 2000 vacas, en un campo que la empresa tenía en la Provincia de Corrientes. Casi me descompongo con la cifra, pero con mi mejor cara de poker, arregle las condiciones del trabajo. Quedamos en que viajaríamos hasta Corrientes en un avión de Techint y allí me alojarían en la Estancia el tiempo que hiciera falta.
Cuando por fin salí en el viaje de vuelta, el corazón se me saltaba del pecho de tanta emoción, y no veía la hora de llegar para contarles a todos del extraordinario suceso, ya que en esos años aún no existían los teléfonos celulares.
Comenzó entonces la espera angustiosa de la confirmación del asunto, tal como habíamos acordado. Paso una semana. Y otra. Y por fin a los 20 días me vuelve a llamar la misma secretaria. Yo casi no podía hablar de los nervios, pero la bandida, yo creo que riéndose sin demostrarlo, me explicó que el Ingeniero B. me informaba que la empresa había cambiado de planes y pensaban vender todas las vacas viejas en lugar de probar con mis prótesis. Por supuesto me agradecían por todo y seguramente me tendrían en cuenta en el futuro.
Nunca más me llamaron. Ellos se lo perdieron.
Cuando me enteré del premio me llené de alegría, pero lo grande fue cuando casi dos meses después, recibí un llamado telefónico de la secretaria de unos de los capitostes de la organización Techint. Según me dijo, la empresa había recibido el famoso libro y el Ingeniero B. necesitaba verme. Me citaron en sus oficinas en el piso veintipico de una lujosa torre en Puerto Madero.
En aquellos primeros años de profesión, me movía en un viejo Citroen 3CV modelo 74, y en él viajé hasta Buenos Aires para la entrevista. Al llegar lo estacioné al pie del edificio, entre montones de lujosos vehículos a los que mi potro enfrentó con valentía. Subí en un enorme ascensor, serenito como una malva, y después de saludar a la recepcionista, me hicieron entrar en una oficina más grande que mi casa, con enormes ventanales por los que se veía el río. Allí me encontré por fin con el Ingeniero en cuestión.
Me atendió muy amablemente. Me convidó un café mientras que me explicaba que les había interesado mucho mi trabajo y ahí nomás me propuso empezar a hacer algo con ellos, poniendo mis dentaduras a 2000 vacas, en un campo que la empresa tenía en la Provincia de Corrientes. Casi me descompongo con la cifra, pero con mi mejor cara de poker, arregle las condiciones del trabajo. Quedamos en que viajaríamos hasta Corrientes en un avión de Techint y allí me alojarían en la Estancia el tiempo que hiciera falta.
Cuando por fin salí en el viaje de vuelta, el corazón se me saltaba del pecho de tanta emoción, y no veía la hora de llegar para contarles a todos del extraordinario suceso, ya que en esos años aún no existían los teléfonos celulares.
Comenzó entonces la espera angustiosa de la confirmación del asunto, tal como habíamos acordado. Paso una semana. Y otra. Y por fin a los 20 días me vuelve a llamar la misma secretaria. Yo casi no podía hablar de los nervios, pero la bandida, yo creo que riéndose sin demostrarlo, me explicó que el Ingeniero B. me informaba que la empresa había cambiado de planes y pensaban vender todas las vacas viejas en lugar de probar con mis prótesis. Por supuesto me agradecían por todo y seguramente me tendrían en cuenta en el futuro.
Nunca más me llamaron. Ellos se lo perdieron.
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